Pecados "portátiles"

Imagen: “El tercer hombre”, de Carol Reed (1949)

No sé si la Viena de los portátiles de Vila-Matas es la misma de “El tercer hombre” de Carol Reed. A mí, por momentos, me lo parece; esa fantasmal Viena en la que de pronto “el reboco de un muro al derrumbarse tomaba el aspecto de un hombre al caminar, y en las figuras que configuraba el hielo se formaban rasgos de caras rígidas”. Por esa Viena feliz y prebélica andaban los niños terribles de la conspiración portátil, decididos a actuar respecto a la vida y el arte como marionetas insolentes y célibes. En la Viena de Reed (y de Welles), las marionetas se refugian en un teatro de sombras, viven en los muros, como un trampantojo, y usan la sonrisa para arrancarse su rígida cara de muertos. No hay mucha distancia entre la tragedia y el arte cuando éste no es más que una conjura, y siempre lo es, por eso el destino trágico suele ser el mayor afán de un virtuoso. No le ocurre así al discreto escritor que encarna Joseph Cotten en la película de Reed. En una reveladora y trepidante secuencia, Cotten es raptado por un taxista y llevado en volandas a un club de lectura, donde le espera una verdadera inquisición. Allí tendrá que defenderse de preguntas (¿cargos?) sobre la angustia vital o James Joyce, cuestiones del todo ajenas a un discípulo del prolífico Zane Grey. Hay un punto en que todos quedamos retratados como impostores, incluso en aquello que nos define. Ir más allá, perseverar, cruzar ese límite, nos hace incurrir en el ridículo involuntario o en la desesperación fingida, pecados “portátiles”. No sabría decir si el silencio nos protege de ese doble desastre, pero al menos aplaza nuestra anhelada tragedia personal, aunque sea a costa de aniquilarnos. Ningún momento tan providencial como aquel que Thomas Bernhard describe en El malogrado, cuando el triste Wertheimer entra en el aula treinta y tres del primer piso de la Mozarteum y escucha a Glenn Gould tocando las Variaciones Goldberg. “Cuando encontramos al mejor tenemos que renunciar”, escribe Bernhard. Esa meta me he propuesto, buscar a mi Glenn Gould. Por el camino iré ensayando mi renuncia, o, como diría Quignard, “la voz destimbrada de los viejos en el momento de morir”

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