Vida literaria

Imagen: Spencer Tunick

Hay varias formas de pasearse desnudo por un sueño. En la más angustiosa y humillante somos un trozo de carne, en la más misteriosa somos un pergamino. Aunque resulte paradójico, la literatura se parece más a la primera que a la segunda (más a la humillación que al misterio). La escritura nos deja en cueros, expone esa baja lujuria que, por fuerza, ha de permanecer anónima, tal como solicitaban para sí los escritos del entrañable Gesualdo Bufalino, porque en ella sólo hay un chisme privado redactado con trazo ilegible por un escritor apócrifo, a quien atenaza tanto la culpa como el enigma de la propia escritura.
Más de una vez he escrito en sueños una página que, al despertarme, no he podido recordar, porque los sueños no son como la vida literaria, en ellos no hay un orfeón de cuervos, pero sí algunas inquisiciones que convierten la escritura en una aventura siniestra, tal como le ocurrió al pobre Bufalino en su aciaga vida de escritor. La verdadera noche es la que no deja rastro, aquélla donde nuestra culpa se parapeta tras lo inédito, donde las palabras se borran después de que haya jugado con ellas el demonio de la analogía.
Es la hora. Llega la noche y las palabras, y luego el amanecer, que es una lengua muerta.

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