La caja de compases

Imagen: casa de Yves Saint-Laurent

En el sangriento corazón del siglo XX, Walter Benjamin rastrea la decadencia del XIX; lo hace en los pasajes parisinos, donde la acumulación de mercancías aventura la síntesis surrealista del object trouvé; lo hace también en la intimidad de las casas, auténtico mausoleo donde el acopio de objetos entierra una vida que se debate entre la ostentación del burgués y la autorreflexión del artista. La vivienda, la caja de compases, como la denomina Benjamin, vale lo mismo para el lujo de los anticuarios que para el cobijo de la conciencia, empotrados ambos en el fondo de cuevas de terciopelo.
Del lujo doméstico uno quisiera aprovechar tan sólo la expansión, la posibilidad de que, enajenados del mundo, la vida y el arte se hagan duraderos, corrigiendo así el adagio hipocrático. Incluso, si hacemos caso a De Maistre, la habitación puede llegar a ser un paisaje cuyo conocimiento se ajusta perfectamente al paso ocioso del flâneur. Entre las porcelanas de Sajonia, los tapices orientales, las alpacas, los jarros de cinc o las ediciones clásicas encuadernadas en cuero, puede evolucionar un estudioso itinerante, un Riehl, un Hessel, un Baudelaire… Si hay que vivir un largo encierro que no sea entre paredes desnudas, donde cobra cuerpo la desesperada y enfermiza soledad del hikikomori. Mejor pensar que, entre la desnuda celda y la cueva de terciopelo hay un lugar intermedio, como el pupitre de la Bibliothèque Nationale, donde un Benjamin acosado escondió su opus magnum, a sabiendas de que, como aseguraba Borges, el mejor lugar para ocultar una hoja es un bosque, a sabiendas, también, de que el mejor lugar para ocultar un bosque es… una biblioteca.

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