Tan lejos, tan cerca

Caspar David Friedrich; "El caminante sobre el mar de nubes" (1818)

El encierro nos pone en una situación fronteriza en el espacio y en el tiempo; entre lo de dentro y lo de afuera, entre lo de ayer y lo de hoy, que parece la materialización de un destino aciago. Mirando ahora hacia afuera lo que veo es un parque solitario, sin voces, sin ruidos, sin coches, sin perros que pasean a sus dueños, sin bolas de papel o envoltorios plastificados esparcidos por el suelo... Lo que veo, pues, es la perfecta geometría del silencio, una pintura en la pared, un trampantojo hiperrealista que, en ausencia de vida, subraya el trazo exacto y perfecto del jardín, el ángulo de las ventanas y la sobriedad arquitectónica de los edificios. A la editora Silvia Bardelás le pareció que la descripción de esa mirada podría ser un aprendizaje narrativo apropiado para pasar el confinamiento, a mí, en cambio, esa precisión, esa objetividad extrema de nouveau roman, me provoca la añoranza de un paisaje, uno de esos paisajes en los que, a diferencia del entorno doméstico, el hombre sea algo más que una naturaleza muerta.
Ver en lo que hay afuera una especie de vacío anguloso y desolado, una forma de abstracción geométrica, me hace pensar, pues, en un paisaje inaprensible, como el de las nubes de Maloja, en los Alpes suizos; el retiro de Nietzsche y, también, el lugar en el que transcurre la historia de Clouds of Sils Maria, la película de Olivier Assayas que vi anoche. La naturaleza misteriosa y reptante de esas nubes evolucionando entre las montañas, empujadas con solemnidad por la música de Händel y Pachelbel, es el contrapunto perfecto a esta revisión ampliada de Eva al desnudo. También aquí hay una historia de decadencia y aniquilamiento; el tiempo, que destroza las ambiciones de una vieja actriz en beneficio de una versión más joven. Y esa sustitución, que se realiza al modo que advertía Niels Bohr, sin negociación, como un simple proceso biológico en el que la verdad, la nueva verdad, es algo que se impone de forma natural cuando triunfa la muerte.
La historia que filma Assayas, aunque profunda, es trivial, al modo en que lo es cualquier déjà-vu, por eso disfruto especialmente el contrapunto de ese paisaje montañoso en el que las dos protagonistas (la siempre eficiente Juliette Binoche; la sobria, aunque insufrible, Kristen Stewart) aparecen de espaldas, intrusas y anónimas, como en un cuadro de Caspar Friedrich, viendo cómo las nubes se deslizan como la serpiente de una verdad antigua y a la vez nueva, materializando ese instante de vacío que es como nuestro encierro, ese lapso de tiempo donde lo antiguo no se ha ido aún y lo nuevo todavía no ha llegado.


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