Obsolescencia



Se diría que la materialización del destino, al menos en esta época, no es la fatalidad, sino la ironía. Así, mientras la epidemia de coronavirus impone su abrumadora estadística de muertos y enfermos, me veo completando la lectura del último libro de Frédéric Beigbeder, cuyo título indica ya por dónde van los tiros. “Una vida sin fin” es, valga el oxímoron, una carrera suicida en pos de la inmortalidad. Su lectura alude a dos evidencias de nuestra claustrofóbica actualidad: la vida frente a la enfermedad y la muerte; la movilidad frente al confinamiento. Visto así, la lectura de este libro provoca una especie de desgarro melancólico, casi una nostalgia. En ese desgarro está nuestra vida de ayer mismo, la vida que apenas ha dejado de ser, apagándose como un sol moribundo. Esa vida es seguramente la misma que en ese cercano ayer aborrecíamos y de la que esperábamos escapar deslizándonos por la madriguera de conejos de Alicia, no arañando las paredes alicatadas de un zulo. Una de las trampas de la vida es que mientras persiste nos aferra a ella. Algunos verán esa tautología como una condena, por eso el encierro, más que una decisión política, les parece el castigo de un Dios. Pero ese encierro no es más que la metáfora perfecta de la vida, especialmente para aquellos que, como Beigbeder, esperan prolongarla, realizándola exclusivamente en las dimensiones de la res extensa cartesiana, tras convencerse de que el alma no es más que una constelación de píxeles.
            En una reciente entrevista, el autor de “Una vida sin fin” se preguntaba si para vencer a la enfermedad estábamos dispuestos a renunciar a ser humanos… Ese tal vez sea el meollo del asunto: si vivir, entonces, es igual a perdurar. En algunas de sus novelas más distópicas, el polémico Michel Houellebecq ya exploró esta cuestión de manera tan lúcida como triste, es decir, neorreaccionaria en opinión de algunos, porque hay quien por estos pagos milita en el optimismo antropológico como en una verdadera fe, y no admite esa especie de pesadumbre intelectual tan francesa, tan cargada de moral y de nostalgia, sobre todo si se adorna con calculadas dosis de antiliberalismo, misoginia e islamofobia. En el otro lado hay optimistas bien informados, como Paul B. Preciado, que ven en esa posibilidad poshumana no la vida eterna, sino la plenitud sexual promovida por la teoría queer. Entre uno y otr@, la poshumanidad irónica de Beigbeder se percibe como una especie de razón práctica y a la vez disfuncional, porque en ella aparecen científicos que queriendo ser humanistas se convierten en agentes de una especie de banalidad nazi en favor de la vida, dispuestos a cometer alguna atrocidad para perdurar como artistas. Será por eso que mientras juegan a ser dioses nos advierten de que la inmortalidad no es la salvación, sino la obsolescencia del hombre.

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