La casa, el cuerpo
Casa Losey (Dionisio González) |
“Esta es la verdadera naturaleza del hogar: es
lugar de paz.
Es un abrigo no sólo contra todo daño, sino contra todo
terror, duda y discordia.”
Permaneciendo en casa por obligación me pregunto cuándo empezaremos a
sentir hacia el hogar esa especie de inquietud, de desasosiego heideggeriano
que experimentaba uno de los narradores de House of Leaves, aquella laberíntica novela de Mark Danielewski. Si para Ruskin la casa, la construcción doméstica, era la lámpara de la Memoria, el santuario
que conservaba las reliquias del honor, la alegría y el sufrimiento de los
hombres de bien, algo que no se podía renovar sobre las ruinas de su demolición,
en el libro de Danielewski la casa se erige precisamente sobre la negación de
ese espacio doméstico, igual que la arquitectura narrativa del libro se erige
sobre una sucesión de narradores poco fiables, haciendo que ambos, la casa y el
libro, resulten inhabitables en la abrumadora certeza de lo ajeno, lo desprotegido y lo inquietante.
Al cruzar a Ruskin con Danielewski sucede que lo
doméstico se convierte en el lugar donde lo asombroso amenaza lo sagrado,
poniendo en cuestión la vigencia de nuestros lares loci. En esa profanación Ruskin veía una muestra de la mezquindad
del hombre, incapaz de comprender que la herencia es tanto un patrimonio como
un deber moral, por eso toda casa debería convertirse en un memorial y tener a
las puertas su leyenda grabada en piedra lisa. Al prescindir de ese grabado, la
casa que el hijo edifica sobre las ruinas de la morada del padre se perfila finalmente
no como un proyecto de vida, sino como el producto de un deicidio. Y contra esa
transgresión Ruskin nos advierte: “No construyas si puedes evitarlo”.
Resulta imposible hablar de esa contención, de
esa autolimitación, y no mencionar a Thomas Bernhard, ese cascarrabias
vocacional que convirtió la luz serena de las lámparas de Ruskin en una llama
interna, en un fuego que consume, por eso los arquitectos que comparecen en sus
novelas son seres atormentados por la creación, individuos poseídos por una idea fija que
los arrastra a la enfermedad y a la destrucción, como artistas malditos que son.
La casa de Bernhard es ante todo el lugar de la enfermedad, que es de lo que
ahora vamos huyendo, por eso su conclusión es la misma que la de Ruskin: No construyas
si no quieres convertirte en un destructor, en un aniquilador de la superficie de la tierra.
Huyendo de la enfermedad, pues, corremos a
refugiarnos en la «casa del hijo», un lugar sin herencia y sin dios protector,
aunque con esa forma de divinidad intrusiva que es la tecnología haciendo
alarde de su ubicuidad doméstica. Roto el vínculo de la continuidad heredada del
que hablaba Ruskin y que, a su modo, nos convierte en una sociedad impía, no
asumimos que el hogar se ha convertido en un lugar tan inquietante como el
mundo, y estéticamente igual de feo. Como la casa de Revolución, la última novela de J.F. Ferré, un artefacto de diseño
y domótica avanzada que parece administrado por un algoritmo de la felicidad en
el que el protagonista sospecha una forma de estupidez. Pero ese artefacto tan simple
es en realidad un sofisticado sistema de vigilancia que transforma el hogar en
una especie de panóptico invertido, lo que, si uno lo piensa bien, tiene algo
de pornográfico, como el escenario de un peep-show,
donde –eso sí– el hombre (la mujer más bien) vuelve a ser el centro de la creación.
No parece, pues, que podamos escapar a esta
pandemia sin pensar finalmente el hogar como un espacio político donde se
dirimen nuestras libertades. Y ahí, en ese epílogo, aparece el filósofo Paul B. Preciado haciéndonos
pensar que el verdadero hogar es nuestro cuerpo, una «casa vacía», donde
tampoco se puede leer la piedra lisa del memorial paterno. El cuerpo trans de Preciado es la casa sin
memoria, pero a la vez el lugar que se construye con cuidado, paciencia y ternura, como también proponía Ruskin,
reproduciendo en sus límites el gesto inaugural que acabará con este tiempo normativo.