Un ciervo en la escuela

Giorgio de Chirico Melancholia, 1916 The Menil Collection, Houston

Puede que estos días de confinamiento no tengan mucha vida. Todo lo memorable que ocurre y ocurrirá en ellos deja un rastro sombrío, como la memoria de una guerra. Una memoria que tendrá su relato heroico en los hospitales, nuestros campos de batalla, pero cuyo agente histórico es una naturaleza carente de moral, algo que alimenta nuestra superstición e impugna nuestro sentido de la historia como relato.
            Ahora resulta muy fácil (y muy banal) imaginar un mundo de apariencia distópica en el que, tras la epidemia, nadie vuelve a salir de sus casas, resguardado en la inmaterialidad de sus teletrabajos, sus videojuegos, su televisión por cable, sus e-books y su reparto de comida a domicilio, y en el que el tacto, la proximidad y la convivencia en los espacios públicos se convierten de pronto en una pregonada amenaza. Pero si estamos en la enfermedad es porque estamos también en el capitalismo tardío, y uno de sus rasgos más acusados es precisamente el abandono y el deterioro de los espacios públicos. Mark Fisher nos recordaba al respecto una imagen muy terrible y a la vez muy bella de ese deterioro extraída de la película Children of Men: aquella escuela abandonada por la que correteaba un ciervo…
            Hay un significado político en esa imagen, un futuro neoliberal en que el Estado abandona su labor social y se repliega a sus límites policiales y militares, pero en lo estético esa visión, ahora, nos lleva a las pinturas de Giorgio De Chirico, por ejemplo, o a ese verso de Rilke que, en presencia del ángel, nos advierte que lo bello es el comienzo de lo terrible.
            Lo terrible y lo bello se funden en esos espacios de muerte viviente –como los llamaba Földényi– que son ahora nuestras ciudades, lugares que, siquiera por unos días, contemplamos fuera del tiempo, por obra y arte de la pandemia. Pero esa mirada atemporal, que nace de lo inquietante, es también la mirada del melancólico, que ve las cosas por primera vez, tan aterradoras, tan hermosas. El espanto del melancólico, que, como dice Földényi, parece clavar la vista en el comienzo de la creación y ver en ella lo que De Chirico dejó anotado en sus cuadernos, la descripción pictórica y precisa de un lugar que ofrece consuelo.

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