Un objeto del deseo



Volvamos a (Pascal) Quignard: “El relato y la melodía son el poder de ofrecer el tiempo humano a este mundo”. Vivimos días de tiempo estrictamente humano, días en que la intimidad nos ha vuelto narradores; cazadores, en tanto la narración –dice Quignard– es una acción a la caza del sentido.
            Cada narración –cada cacería– se cobra ahora su pieza en el aparente absurdo de un tiempo no histórico, buscando su propio sentido. Pienso ahora en la deliciosa narración que estos días nos ha ido contando el profesor Álvaro de la Rica, dosificando sabiamente el suspense de una historia cuyo desenlace no nos conduce a nada truculento, sino a una especie de serendipia. En ocho jornadas, de la Rica nos habla del modo en que se hace con una Madonna tallada en una madera clara, encontrada en una tienda de bisutería en la Bayona francesa; un objeto de algo más de 20 centímetros de alto, de un color claro en el que se mezclaban el oro, la hoja de tabaco y el café, y unas proporciones en las que la esbeltez se ajustaba con la gravedad. No voy a desvelar aquí nada de lo que merece ser leído para no convertirme en el narrador subsidiario de una historia que no me pertenece, una de esas historias que a uno le gustaría vivir más que contar. En cualquier caso, el relato de la Madonna bayonnaise es una muestra destacada de ese tiempo humano ofrecido por el relato, de esa temporalidad que no puede hacerse humana –dice otra vez Quignard– si no es capaz de articularse narrativamente.
            Al volver a Quignard, atravesando el relato de la Madonna, regreso también a un libro suyo que me es muy querido, uno de esos libros a los que uno vuelve cada cierto tiempo, lo mismo para una lectura completa que para una revisión salteada de sus subrayados. Y regreso a ese libro –Les escaliers de Chambord–, porque también trata de objetos, y del deseo que nos mueve hacia ellos. En el relato del profesor De la Rica ese deseo es urgencia y rabia antes de ser sosiego y generosidad. En la novela de Quignard, sin embargo, el deseo se queda extraviado en la nostalgia, una herida que, como el Rosebud del ciudadano Kane, revela una carencia. Es el deseo dirigido a la irrealidad del tiempo, a su pureza perdida, que el protagonista de la novela espera de algún modo recuperar en los objetos que colecciona. Es el deseo que busca apoderarse de todo para resguardarlo en una identidad prístina, antes de ser mercancía. Es el deseo de las cosas que no existen, pero que uno experimenta como una carencia. Y es, en definitiva, el deseo que, en lo rudimentario, se confunde con el hambre, y que impulsa al coleccionista hacia la reliquia, hacia el objeto original, el objeto que ha estado en contacto con el mismo dios –dice Quignard–, en cualquiera de sus formas: la infancia, la purezala ausencia de lenguaje
            Dije que no iba a desvelar el relato de la Madonna narrado por el profesor De la Rica, pero no me resisto a detenerme en su final, cuando se produce una peculiar transacción de objetos que convierte el producto del intercambio en un don, no en un beneficio. Merece la pena detenerse en ese gesto porque, como dice De la Rica, pone en marcha una cadena, y esa cadena me parece ahora es la esencia misma del relato, un objeto que, como la perla a la que alude la traducción final de María Zambrano, por sí mismo se da.

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