El ser y el tránsito

Imagen: Robert Doisneau

El mundo no es más que un perpetuo vaivén, escribe Montaigne. Todo se mueve sin descanso... No puedo fijar mi objeto... No pinto el ser; pinto el tránsito... La frase parece hecha a medida de una novela de Patrick Modiano, de uno de esos hombres y mujeres -sobre todo mujeres- que no dejan tras de sí más que una estela y un enigma. Todo lo que creemos que sabemos de ellos es lo que recordamos de algunas personas que pasaron de igual manera por nuestra vida, siguiendo una línea de fuga y dejando abierta la esperanza de que a través de ellas el tiempo no haya rematado aún su tarea de destrucción. En las novelas de Modiano siempre se anhela ese reencuentro en el que parece que el tiempo va a contarnos todo lo que sabe y va a dejarnos pintar por fin el ser después de haber borrado el tránsito. Casi no hace falta decir que ese reencuentro no se produce nunca, porque la mecánica del tiempo es perfecta y para alimentar nuestra esperanza está obligada a ofrecernos un ser incompleto, como aquellos que una vez se sentaron frente a nosotros, tomaron un café, encendieron un cigarrillo... Seres que llegaron, vieron y vencieron... pero nunca se quedaron. Seres que en su constante ir y venir apenas nos dejaron un cuaderno donde escribir y el deseo de fijar en él su tránsito.
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