Contra la Belleza

Antoine Bouvard (1870-1956) Le Palais des Doges, Venise

La prensa de estos días reflejaba una vez más la subida de las aguas en Venecia. Nada anormal, a no ser por el registro de una nueva plusmarca anual (1,36 m). Como un atleta, el acqua alta se empeña en superar sus records para sobrevivirse a sí misma. Se desafía para que su propio esfuerzo no se convierta en rutina y de ese modo consiga hacer realidad aquella ensoñación de Paul Morand, quien, en sus años finales, se imaginaba una Venecia tragada por las aguas, con los últimos gatos de San Marcos refugiados en el campanile, con La Salute haciendo de boya para los cargueros y los hombres rana saqueando la caja fuerte de un Hotel sumergido en el Gran Canal. Así esperaba Morand sobrevivir a una ciudad que lo acogió primero como turista y luego como exiliado, después de que el espíritu geométrico de la Historia -ingenuo y falso, pero a la vez implacable- lo expulsara de sus márgenes. Acusado de colaboracionismo en la Francia ocupada de Vichy, Morand se exilió voluntariamente en Suiza (en Saint-Moritz recogería el testimonio furioso e ingrato de otra exiliada voluntaria: Coco Chanel), pero, si hemos de creerle, fue en Venecia donde encontró su verdadero refugio, el único lugar del mundo que no le decepcionaba nunca, y donde un esnob como él podía saciar su curiosidad infinita y continuar con su festín, en el que más pronto o más tarde (los años no perdonan) los corazones dejan de abrirse y los vinos dejan de correr, y todo ello sin que el niño Rimbaud tenga que sentar a la Belleza (una de las lámparas de Ruskin) en sus rodillas para llenarla de insultos. De eso ya se encarga el tiempo, el mismo que nos lleva desde la plenitud de quien aún no conoce ni ama ni siente nada hasta los grandes descubrimientos reservados a la vejez. Por ese camino Morand se va quedando solo, y su fiesta perpetua se instala entonces en el pasado, ya sin nostalgia, con el malestar de un reaccionario que sufre las arengas de los nuevos profetas (“Ayer escuchaba en Ginebra a Marcuse denunciando la felicidad «como objetivamente reaccionaria e inmoral»”), el nirvana de los primeros hippies y la ansiada carne de las mujeres, que se devalúa al ofrecerse como filetes. Leo las quejas del viejo Morand e imagino a un decadente Aschenbach acosado por estos efebos de nuevo cuño, escandalizándose él también de una época en la que el placer ha perdido su corrección de buena familia, el juego discreto y reprimido del deseo y la insatisfacción que, más que un suplicio, es un tenso respeto. De haber sobrevivido hasta alcanzar ese estado de confusión, Aschenbach hubiese tenido que impugnar su concepto de Belleza, tan altivo como ingenuo, y con un lamentable sentido de la transgresión que el tiempo vistió de nobleza para poder respetar así su originalidad. Morand, en cambio, vivirá lo suficiente para no tener que arrepentirse de nada, para mantenerse en ese orgullo, inamovible, sin nostalgia, consciente de que no hay errores, sino infidelidades de la suerte, fuerzas oscuras que mueven el tiempo a nuestro alrededor para hacernos saber que un adicto a la Belleza estará siempre condenado a vivir fuera del tiempo, en un lugar que, como Venecia, hace mentir a la naturaleza y la sobrepasa

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