Tan lejos, tan cerca

Ilustración de Ana Juan para la edición de Wakefield, Ed. Nórdica

Por una de esas travesuras del azar leí Wakefield lejos de casa, en la habitación de un hotel que, mientras duró la lectura, se convirtió en la casa de la calle contigua, el lugar donde el excéntrico personaje de Hawthorne se ocultó de su mujer durante 20 años. Yo, desde luego, no tardé tanto en volver a casa, cuatro días nada más, hasta completar las 26 horas de un curso laboral. Haciendo números la cosa salió así: 20 años en 54 páginas y 26 horas en 4 días, una suma de infinitos que, a su manera, me alejaron del hogar, sin hacérmelo perder de vista. Para cubrir la distancia de regreso no conté, sin embargo, con la eventualidad de un chaparrón otoñal, como el bueno de Wakefield, sino con el cálculo infinitesimal, que me sirvió para recorrer la distancia de años en páginas y la de horas en días, y de paso evitarme los desafíos a los que obliga la morbosa vanidad de Wakefield, que es la que verdaderamente lo aparta de su mundo. A estas alturas uno ya sabe que la única distancia que nos separa del hogar es una distancia moral, y en ella caben todos los años, todas las páginas y todos los segundos de ese instante que nos expone al peligro de perder para siempre nuestro lugar en el mundo, un lugar erigido sobre nuestras postergaciones, sobre las cosas que dejamos por hacer, nuestro gran proyecto que, amparado en nuestra inmovilidad, se convierte en espectáculo de lo imposible. Hace tiempo que mi empeño por vivir viene determinado por el deseo de vencer cualquier postergación. Para eso, entre otras cosas, se encierra uno a leer en la habitación de un hotel, para sufrir esa pequeña gran transformación moral que consiste en apartarse discretamente de su mundo. Sin embargo, después de alejarse tanto y tan poco para regresar luego a caballo de las páginas y los días, se da uno cuenta de que nunca está tan lejos de casa como cuando escribe. Nunca se es más Wakefield que en el momento de ceder a la excentricidad ocasional de escribir. Cada una de nuestras palabras atraviesa el umbral de nuestra casa y nos despide en la puerta con una sonrisa. La moraleja que Hawthorne deja pendiente en su interpelación al lector invita a pensar que nadie mejor que un escritor para hacer de marido excéntrico.

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