Pájaros de mal agüero

Sin título, Antonio Donghi (1925)

Entre retratos de Donghi, bustos de mármol y canéforas de bronce estilo Imperio, aparecen en La casa della vita las mujeres de antaño; son también como estatuas de bronce, majestuosas, inaccesibles y algo ausentes, y Mario Praz las recuerda con un cariño agradecido pero distante, ligado más a la pereza que a la melancolía. Todo en la vida de Praz parece formar parte del mobiliario, hasta el mal fario, que le ganó una legendaria reputación como proveedor de infortunios. El propio autor nos pone en antecedentes al describir el relieve de escayola blanca que vestía su dormitorio en el Palazzo Ricci, un relieve ovalado que representaba a Juno en el trono con el pavo real. También al ponderar la majestuosa biblioteca del salón, en cuyo frontón aparece esculpida una lechuza, el ave de Minerva. Ambos volátiles, el pavo y la lechuza, son pájaros de mal agüero, nos avisa Praz, a quien se le atribuyen desastres que van desde la caída de grandes lámparas hasta la colisión de vaporettos, por eso hay que tomar en consideración estos antecedentes sacrílegos que escandalizaban a su criada y que son de lo poco que trasciende el mundo meramente ornamental de un anticuario. En realidad, casi todo lo que excede los límites del abarrotado Palazzo Ricci tiende a la catástrofe, desde la vida amorosa de su ilustre inquilino hasta la propia Historia, que pasa bajo su balcón como un carnaval macabro, presuntamente inspirado en un cuadro de El Bosco, aunque a mí, por momentos (léase la retirada del ejército alemán por las calles de Roma), me recuerda a una película de Fellini; esa es mi prerrogativa como lector, que me permite recrearme en el anacronismo o en el borgiano placer de las atribuciones erróneas del mismo modo que el propio Praz se recrea en la descripción de su lóbrego palacio romano. En él cabe todo lo que la vida ha ido salvando de la catástrofe: un intenso olor a muerte que el lector bien puede confundir con la memoria.

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