Eros pedagógico

Días atrás, al volver de noche a casa pude contemplar con melancolía, pero también con cierto desasosiego por mi parte, cómo se desmantelaban las casetas de la feria del libro antiguo. La clausura de la feria coincidía además con el final de mi descanso estival, así que la analogía estaba servida. Debería empezar a sonar La Gran Partita (no soy muy original en esto) para ambientar este tiempo clausurado con una ceremonia de feriantes, pero quizás Mozart no sea muy apropiado para estos finales tan prosaicos. Su nombre y su música no deben invocarse en vano, así que estas solemnidades hay que sufrirlas en silencio, como una enfermedad o una humillación.
Después de una cena frugal, y olvidado ya el incidente de la feria, me dispuse a ver El sol del membrillo, de Víctor Erice. Seguí la película no como espectador, sino como aprendiz, aunque sin llegar a experimentar el eros particular de cualquier aprendizaje. Al otro lado de la pantalla estaba el maestro, dos maestros, el que filma  y el que pinta , inmunes a mis solicitaciones, y yo, a pesar de su evidente magisterio, no pude sentir esa tensión casi sexual que, al decir de Steiner, polariza cualquier relación pedagógica. En ese sentido el espectador es un autodidacta que, más que a la tensión sexual, ha de confiar su aprendizaje al solitario deleite, esperando que éste produzca las dosis adecuadas de incertidumbre; un estado de zozobra tan parecido pero tan distinto al experimentado unas horas antes, ante el desmantelado rastrillo de libros descatalogados. Hay algo, sin embargo, que la soledad tolera como aprendizaje, y es el consuelo, esa clase de consuelo que alivia el peso de cualquier incertidumbre. En ese sentido, la película de Erice se construye sobre una pedagogía del fracaso (el deseo imposible de capturar la luz en un lienzo) que, si bien nos remite a esa desilusión que es la sustancia misma del conocimiento (esa tristeza imposible de erradicar de la que hablaba Steiner), nos sitúa también en la expectativa siempre frustrada y siempre renacida del significado que surge de ese fracaso, una expectativa ligada al concepto de resurrección, que para Steiner (y para el que suscribe) no es sino una maravillosa metáfora…

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