Jahr Null
En su, por el momento,
última novela, Homo Lubitz, Ricardo
Menéndez Salmón dejaba este aserto en voz de uno de sus personajes: ″Estos
logros (…) su megalomanía, esconden una súplica. Y ese ruego pide, demanda,
exige la destrucción, el anhelo de que tanta excelencia sea destruida. Como si
desde el origen no hubiéramos hecho otra cosa que levantar una y otra vez, sin
desmayo, la Torre de Babel. Los niños lo saben (…). Los niños que construyen
castillos de arena junto al mar saben que los castillos son más hermosos cuanto
más segura es su destrucción″.
Me viene a la
memoria esta frase tras visionar el último capítulo de la 3ª temporada de The
Man in the High Castle, la serie de televisión inspirada en la
célebre novela de Philip K. Dick; una temporada que termina en un epatante crescendo: la demolición
de la Estatua de la Libertad a manos de los nazis, en una ceremonia festiva que
es el inicio de una nueva era y a la vez el acta de defunción de una cultura. A
lo largo de la temporada recién finalizada va surgiendo, como el iceberg de un
relato oculto, que diría Hemingway, esa grandilocuencia de «Año 0» (Jahr
Null)
que los nazis quieren imponer en la América distópica que perdió la IIª Guerra
Mundial, un proyecto cinematográfico y propagandístico encargado a una nueva Riefenstahl, que
viaja a la América ocupada para filmar con estética brutalista el triunfo de su
voluntad de poder. Es un tema repetido a lo largo de la historia: uno no
conquista una civilización hasta que no destruye su memoria, y ésta, a menudo,
se convierte en un blanco fácil gracias a su excelencia, gracias los
desmesurados, mastodónticos e icónicos “castillos de arena” que, a su modo,
desean ser destruidos.
En el mundo de
las ficciones cinematográficas ese ansia de destrucción se ha materializado
repetidas veces. No hay más que echar un vistazo a la interminable serie de blockbusters en que los
símbolos del orgullo yanqui son arrasados por toda clase de calamidades bélicas
o medioambientales, desde actos terroristas a terremotos, pasando por
invasiones alienígenas. En toda esa destrucción persiste el miedo al otro, ya
sea el muyahidín, el espalda mojada o, en otros
tiempos, el ogro comunista. Todos ellos son capaces de destruir el entramado simbólico de
una nación, pero sólo los nazis de The Man in the High Castle parecen capaces
de someterla, de borrar su historia, aunque para ello haya que mezclar la
dialéctica hegeliana con el contrafáctico.
Paradójicamente,
la historia que proponen los nazis de The Man in the High Castle es también
historia americana, más parecida quizás a la que plantea Philip Roth en La conjura contra América que a la que diseñó el propio Philip K. Dick
en su novela homónima. Así, por ejemplo, ver a J. Edward Hoover (sobriamente interpretado
por William Forsythe) convertido en un jerarca nazi es todo un guiño a la
América neocon que vive a este lado del espejo. De algún
modo el mundo especulativo y conspiranoico de Dick, tan desfigurado en la
serie, sobrevive en esta clase de guiños que se salen del guión de su novela
original, pero no del de su realidad alternativa.