Plantas de invernadero
Anoche, a la salida del cine, los espectadores con los que había compartido
sala durante la proyección del Joker de
Todd Phillips expresaban su indignación como un vómito. Algunos no pudieron
esperar más y, echando mano de su teléfono móvil, subieron a las redes sociales
ese vómito mientras masticaban las últimas palomitas; otros, con la misma herramienta,
llamaron a sus conocidos para compartir a voz en grito su regurgitación. A todos
les molestaba la violencia, no tanto en su truculencia como en su apología, y
eso les llevaba a expresar su malestar como un reproche hacia su fealdad (todo esto me hace pensar que el fracaso de una obra de arte proviene en gran medida de su recepción por un público inadecuado; valga como ejemplo que sumar a este el visionado de La favorita, de Giorgios Lanthimos, donde el público estaba formado en su mayor parte por señoronas encopetadas, con sus cardados de peluquería y sus relucientes abrigos de visón, que seguramente esperaban ver una película complaciente, donde sólo hubiera que ponderar el vestuario de época y los bailes de salón). En el
universo de lo políticamente correcto la realidad no puede ser antiestética;
resulta inmoral. Recuerdo ahora cómo en sus paseadas conversaciones con Carl Seelig,
un tipo tan apacible como Robert Walser ya nos advertía de las remilgadas maneras
de maestro de escuela que afectaban a una sociedad (la suiza) que, en sus manifestaciones
artísticas, tendía a reprimir lo demoníaco. Sin lo abismal, decía, un artista no es más
que algo a medio hacer, una planta de invernadero carente de olor. Sobre ese mismo dilema de verdad y belleza mal entendido
surgen también las comparaciones entre escritores como Ivan Jablonka y Emmanuel
Carrère a propósito del papel del criminal en sus obras de no-ficción. Así, en el
momento actual se entiende que lo mejor que puede hacer la literatura es
negarle la existencia a personajes reales como Jean-Claude Romand, el tipo que durante
18 años se hizo pasar por un alto funcionario de la OMS y que, al descubrirse
el engaño, decidió matar a toda su familia. En lugar del «gran criminal» que Jablonka
ve como el doble del «gran escritor» (convirtiéndolo en una suerte de hypocrite lecteur), parece que lo mejor es improvisar una especie de
fascinación por las víctimas que derive en la ternura. Nada que reprochar a eso,
a la complicidad del arte en la tarea de devolvernos la humanidad. No estoy seguro,
sin embargo, de que extraer de lo abismal un gran personaje, como hace el
cine o la literatura, nos aparte de esa humanidad que, por encima de todo, quiere ser narración, algo que como aseguraba Benjamin, jamás se entrega,
sino que, al contrario, concentra sus fuerzas, y, aún mucho después, sigue siendo
capaz de desplegarse.