Wunderkammer



A veces ocurre, uno empieza a leer un libro y el mundo irrumpe con su ruido y su furia en la paz del lector. De este modo la lectura de ese libro queda para siempre marcada por el ritmo que le impone esa perturbación; un ritmo discontinuo, hecho de interrupciones, de espasmos, de postergaciones…, un ritmo hecho a la medida de un cuerpo errante, construido con retazos de tiempo que cuelgan en el aire cual sábanas, cual enormes metafotografías en las que proyectamos una memoria fragmentada.
El libro perturbado, por supuesto, es este precioso Bieguni (Los errantes) de la reciente Nobel Olga Tokarczuk, y su lectura se produjo en un contexto hostil de silencio, espera y dolor, las Tres Gracias que moran en las habitaciones, los pasillos o las salas de espera de un hospital. Un contexto que se permite momentos de cierta calma irónica, en los que la lectura sirve para velar al enfermo, acompasando su frágil sosiego al burbujeo del oxígeno, cuyo bajo continuo remeda la paz recoleta de un jardín privado. Con esa calma y esa agonía se construyen momentos paradójicos, momentos que, como sugiere Tokarczuk, no fluyen en el tiempo, sino en el interior de sí mismos, una idea que la autora polaca encuentra liberadora, pero que al lector le resulta inquietante al ligarle para siempre a un lugar y a un instante que le parecen terribles.
Pero además de perturbar el tiempo de la lectura (y, como vemos, la idea del tiempo en general), la adversidad hace que el lector fije su atención en los detalles que le hablan precisamente de su estado de ánimo. La aflicción, como el peligro, afila los sentidos, los pone alerta, los convierte en radares de discursos y ficciones consoladoras. La angustia nos convierte en cuerpos errantes, atendiendo a la poética de Tokarczuk sobre el cuerpo humano, en seres liberados de la normalidad, entregados a una anomalía que descubre el rasgo acendrado de nuestro propio ser, nuestra singularidad. El cuerpo de un enfermo participa también de esa forma de verdad. Ahora lo sé, por eso mi atención se fija en los pasajes más vitales de Los errantes, aquellos que discurren sobre la verdad del cuerpo humano, sobre su existencia somática, sobre la persistencia de la vida en la forma que nos da el cuerpo (el cuerpo que queda a su propia merced, escribe Tokarczuk, forma un todo intenso). Esos pasajes son también un catálogo de monstruosidades dignas de figurar en un Gabinete de Curiosidades, una Wunderkammer hecha de cadáveres plastinados, es decir, de seres salvados de la destrucción, porque el alma, viene a decir Tokarczuk, está en la forma, y preservada ésta la vida continúa como un rasgo idiosincrásico.
La idea del cuerpo que Tokarczuk despliega en Los errantes es también, y finalmente, una idea política, la del ser que cruza fronteras, que desafía los límites del Estado Nación igual que, en otra clase de discursos, hace con los de su sexo. El cuerpo que cuestiona la idea burocrática de nuestro estatuto de ciudadano, que es tanto una liberación como una cárcel. Así también, en esa insumisión, me gusta ver el cuerpo de un enfermo; un ser que escapa al límite, a la frontera burocrática de su destino, y regresa vivo a un lugar, a un mapa en el que todo lo que le hiere ha sido borrado, dejando al fin de existir.


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