Nueva normalidad
A estas
alturas no esperaba seguir en este lugar inamovible, aguardando el permiso para
un paseo tutelado y circunspecto. En algún momento de estos días he querido ser
perro o niño con la aprobación de mis dueños o mis progenitores; salir a la
calle cogido de su mano, notando el tirón de una correa tensa alrededor de mi
cuello. A eso hemos llegado, a sentir que la libertad está en el extremo de la
sumisión, a experimentar esa libertad como una patología.
Cuesta pensar que el carácter
expansivo de la libertad siga realizándose en un espacio donde no hay mundo. Una
epidemia ha desfigurado sus contornos, sus categorías e incluso su patrón de
normalidad, que ahora, en la conceptualización del poder, encuentra en la novedad
una evolución y un ritornello.
Fuera del ámbito con el que el poder define
sus prerrogativas, no me parece ociosa esa mezcla de evolución y retorno que
hay en toda novedad. En realidad no es que haya novedad propiamente dicha, sino
un reemplazo cuya teoría me lleva a aquella novela de Doctorow sobre los
hermanos Collyer, una historia extrema de confinamientos que se me aparece
ahora como una versión grotesca y un tanto bizarra de nuestro presente perpetuo.
En Homer & Langley (2009), el narrador neoyorquino nos contaba una
historia de su ciudad, ocurrida en los años posteriores a la Gran Depresión; un
par de hermanos –uno de ellos ciego– que vivían en un enorme caserón en la Quinta
Avenida. Tras quedarse huérfanos y heredar una gran fortuna los dos hermanos se
recluyen en su mansión, de la que no volverán a salir hasta su muerte. En esos
años no hacen sino acumular gran cantidad de basura en su interior; todo tipo
de objetos entre los que destacan las toneladas de papel de periódico,
verdaderas torres y murallas de defensa contra el mundo, especialmente contra
sus leyes temporales.
Dada su peculiaridad, la historia de
los hermanos Collyer es una tentación morbosa para cualquier narrador. Doctorow,
sin embargo, la convierte en una hermosa a la par que angustiosa investigación
sobre las leyes del tiempo, sobre el mundo ilusorio que crece en la mente de
dos seres confinados. En ese sentido la acumulación de periódicos es la gran
metáfora de ese tiempo platónico que transcurre en su eternidad, como un pasado
perpetuo, como una forma de persistencia. Es un tiempo que no necesita orientación
ni sentido ni, por tanto, relato. Un tiempo –en palabras de Doctorow– entendido
como metafísica de la repetición, en
el que lo único importante es descubrir y entender las leyes de esa persistencia,
que permiten primero rastrear y luego anticipar comportamientos humanos seminales y cifrarlos en una publicación absurda
que más que contar los hechos anuncia su eventualidad.
En su novela, Doctorow imaginó una
publicación así, concebida como un plan absurdo destinado al fracaso, pero
cualquiera que lea en estos días los boletines oficiales pensará que esa publicación
es real, que ese plan absurdo ha tenido éxito, en parte porque está concebido
como como una empresa motivacional, algo que parece hecho para generar expectativas
y mantener el ánimo en pie, es decir, para sistematizar esa visión lúgubre de la vida que algunos definen de forma entusiasta como «Nueva Normalidad».