El fin, desde el principio

Imagen: Roberto Bolaño

Estaba leyendo lo último de Bolaño, que en realidad es lo penúltimo, porque un muerto siempre tiene una chistera en el cajón. De ella sólo podemos esperar que salga un conejo zombi, un cadáver hambriento y desmemoriado capaz de saciar nuestro miedo (o nuestra expectación) con su ferocidad. Hay algo prematuro en estos textos velados por la muerte, y todo lo prematuro es violento, como si fuera arrancado de los brazos de una mater dolorosa. Es ésta una violencia de destellos, de iluminaciones súbitamente apagadas al ser privadas de destino. Leer a este último Bolaño es amanecer en el desconcierto, despertar sin noche, en medio de una batalla, herido por la metralla del sueño interrumpido. Leemos para buscar el sentido, para hilar en nuestra memoria un tapiz de noctámbulo. Leemos para encontrar la salida…, pero aquí no hay salida, no hay final, sólo una sucesión de principios. Decía Pavese que la verdadera felicidad está en los comienzos, pero aquí sólo está la masacre: llamadas a medianoche, viajeros insomnes y cotillas, zombis enamorados, sabios de Sodoma, ninfómanas, músicos desaparecidos… El bestiario de los muertos es infinito, como las historias que no acaban, como las pesadillas. Me pregunto si los libros que Bolaño no llegó a escribir tendrían esa deriva gore. Me pregunto también si Bolaño no se nos estaría convirtiendo poco a poco en un Tarantino inspirado por su propia moribundia. Dice Alexander Kluge a propósito de Las Metamorfosis de Ovidio, que los seres que sufren mudan de forma, pero, lejos de la apoteosis ovidiana que transformó a Julio César en etéreo astro, la última mudanza sólo consigue que la vida pierda para siempre la belleza del cambio y se quede historiada en una página de realismo sucio, dispuesta a mercadear con sus últimas y falsas voluntades. No es de extrañar pues que, para escapar a este destino, Bolaño dejara todos estos comienzos sin finalizar, abandonados en el disco duro de su ordenador, en un aparente desierto de tedio que en realidad era –ahora lo sé– un verdadero oasis de horror

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