Números enteros

Marinus van Reymerswaele. El cambista y su mujer (1539)

Hay personajes perdidos en una página silenciosa que piden a gritos un universo para ellos solos, tal vez incluso una novela. Nikolaj Kusmitch es uno de ellos. Su historia está dentro de otra historia, la de Malte Laurids Brigge; allí la depositó Rilke, como una entrañable e insólita matrioshka. En esencia, la historia de Nikolaj Kusmitch es la de cualquier hombre que se enfrenta al tiempo con los números en la mano; amasa los años por venir como un capital que crece, distanciándolo de la muerte, aunque para crecer ese capital tiene que dividirse hasta el infinito. Así es como Aquiles se queda sin atrapar a la tortuga. La tozuda realidad ya desmintió a los eleáticos, transformando sus paradojas en infame moneda suelta, que es lo que al final le queda a Nikolaj Kusmitch en las manos, la calderilla de los días que huyen, acelerados por el vértigo que se experimenta al contar el infinito; acelerados hasta la nada, cuya ruina deja a nuestro hombre sin crédito para pagar al barquero. Todo acaba para Nikolaj Kusmitch cuando esa primitiva usura deja de producir (o de dividirse) y se convierte en serena hipocondría. Ante la perspectiva de un capital infinito, uno se concede la magnanimidad de perdurar, pero la eternidad produce cansancio. Y para descansar nada mejor que la cama y la rima, el útero de la musa. Nos cuenta Rilke que un día, alcanzada la ruina del tiempo como se alcanza la madurez -esto es: a golpes de desengaño-, Nikolaj Kusmitch empieza a sentir que el mundo es tan inestable como la cubierta de un barco, como el útero de una musa ebria. Nada lo sostiene en pie, ni la esperanza ni el miedo, sólo el instinto de supervivencia, que es quien lo devuelve a la cama y trae hasta sus labios los versos de Pushkin y Nekrásov. Los poetas que Platón expulsó de la República sólo podían acabar así, tan lejos de la verdad de los filósofos como de la inspirada locura de los dioses, recitados como una melopea o un mantra para conjurar el vértigo de todo lo que fluye. No es mal destino para la poesía en tiempos de crisis. El pan y vino de la época escasa es un recuento armonioso de asonancias, una repetición sin variaciones, una disciplina mental… A la poesía le corresponde el menos poético de los destinos y el más seguro, donde todo ha de carecer de valor para evitar así la quiebra.

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