El otro Joyce

Portada del libro “Man with four lives”, de William Joyce Cowen (1886-1964)

Recuerdo haber leído en alguna parte que los prólogos de Borges estaban dotados de alguna genialidad depredadora, gracias a la cual terminaban destacando sobre la obra prologada hasta el punto de convertirse, como aquel verso de Quevedo, en nariz superlativa, subrayada aquí no por su monstruosidad, sino por su peculiar pathos. Quién sabe, tal vez esa prominencia sea un rasgo más que añadir a la biografía de un hombre que lo mismo construía laberintos que escribía folletos sobre yogures; tal dedicación denota sobre todo curiosidad, la misma que -imagino- le llevó a leer y luego reseñar una rareza literaria, la novela del desconocido William Joyce Cowen titulada Man with four lives, y ya más tarde a escribir aquellos hermosos y enigmáticos versos en los que quedó encerrada y consagrada la misteriosa Matilde Urbach, esperando cual Dánae la lluvia de oro del hypocrite lecteur. Recuerdo ahora el pasaje de una estupenda novela de Cees Nooteboom en la que se mencionaba la incapacidad de los más bellos textos literarios y las más hermosas músicas para hacernos derramar una simple lágrima, como si las efusiones sentimentales fueran productos exclusivos de un alma acorralada por estímulos primarios… Después de leer Le regret d’Heraclite, uno siente que el misterio también se impone a la belleza como falsificación más inmediata (de nuevo la nariz superlativa), y no debería ser así, porque el enigma desvelado no representa más que la clausura, el final del viaje. Allí donde acaba el hilo de Ariadna no hay nada de interés, un monstruo de sórdida belleza petrificada que, en cualquier caso, es un resto del pasado. De ese misterio, sin embargo, se ocupa el encantador relato de Juan Bonilla que les invito a leer. Después de repasarlo ya puede uno volver a los versos de Borges sin tener que preguntarse por la identidad de esa mujer capaz de alimentar un deseo tan desesperado y reductor, el de un hombre empeñado en multiplicar su muerte para regresar siempre al mismo amor. Para un ser como Borges, temeroso de los espejos y la cópula, no debió resultar fácil tolerar esa restricción: ser todos los hombres menos uno. Esa pequeña resta le sustrajo el infinito.

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