La musa inquietante

Anita Ekberg en La dolce vita (1960), de Federico Fellini
"He amado, he llorado, he estado loca de felicidad. He ganado y he perdido. No tengo ni marido ni hijos…"; son palabras de la anciana Anita Ekberg, pero podrían haber sido pronunciadas por cualquiera de las musas inquietantes de Giorgio de Chirico. Al igual que las enigmáticas Talía y Melpómene pintadas por De Chirico, la Ekberg se presenta en primer plano ante un pasado que destaca al fondo, como un palacio majestuoso, refugio de geometría, serenidad y nostalgia; una ruina emergida de un antiguo sueño de grandeza, como la herrumbrosa fortaleza que vigilaba el tedioso y amenazante mar de las Sirtes. Poco importa que para realzar esa arquitectura irreal haya que desfigurar una felliniana obra maestra como La dolce vita. A medida que uno va cumpliendo años el debate sobre la naturaleza del arte pertenece, como todo, a la indulgencia o a la severidad con la que juzgamos nuestro propio pasado. Sólo quedan los espejos, que no multiplican el horror, como temía Borges, pero le mienten a la más bella, como recordamos del cuento de Blancanieves. A propósito de Borges… recuerdo ahora la serie de retratos con la que Mª Esther Vázquez encabezaba un libro de entrevistas dedicado al escritor argentino. A los sesenta y cinco años (hacia 1964), Borges era un ciego con la agenda muy ocupada; desaprendía colores, dictaba clases de literatura inglesa, despachaba en la Biblioteca Nacional, viajaba en metro, desafinaba viejos tangos, tomaba café con sus alumnas y comía en casa de Bioy Casares, con quien, en la sobremesa, avanzaba en las tramas de Bustos Domecq. Diez años después, a los setenta y cinco, todavía camina solo, pero como Ulises, sale de casa únicamente para regresar al hogar, donde aún le espera su madre, la vieja Leonor Acevedo, su Penélope, cuya muerte llenará todo el espacio de su soledad. Avanzamos otra década más y encontramos finalmente a un Borges que para caminar necesita apoyarse en su bastón y en un brazo amigo. Dice Mª Esther Vázquez, que el Borges octogenario recibe visitas y bromea mucho con la muerte, tiene el rostro teñido de un dorado suave, fruto del sol bajo el que aún camina; su agudeza y su humor se han afinado tanto como su figura… Al final de sus días, Borges es una estatua de bronce que posa sonriente ante sus pasadas glorias, como una musa más menguante que inquietante. La implosión de la vida, que en el caso de la Ekberg acaba en un arrebato displicente que recuerda a la mismísima Norma Desmond. Ese arrebato es el penúltimo grito de una vida reducida al limitado espacio de su cuerpo, como el último Borges, o como uno de esos personajes mutilados de las novelas de Samuel Beckett; una voz muda que sólo podemos leer con angustia y cuyos momentos de gloria ya no pertenecen a la memoria sino a la magia que invoca la varita de este Mandrake encarnado por Marcello Mastroianni, el torpe galán que no sabía caminar sobre las aguas de la Fontana de Trevi y a quien Fellini otorgó el poder de revivir los bellos tiempos, siquiera como trampantojo…
 

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