Sesión continua


En lo material, el mundo que Georges Perec retrata en Las cosas (1965) tal vez pertenezca ya al museo más que a la realidad, pero las estrategias pequeñoburguesas que lo construyen y lo dotan son sin duda perdurables, y lo que es peor, progresivas. Forman parte de ese modo de vivir insatisfecho en el que cada conquista revela una carencia nueva, siendo la ausencia de pasado la más evidente de ellas. Lo que más frustra a un rico, viene a decir Perec, es haber tenido que conquistar su status, no haberlo sido desde siempre, desde antes ya de serlo, de forma inmanente, por eso, a la hora de fundar mitologías, los personajes de Perec se reconocen esencialmente en el cine. Uno ha crecido también con el cine, pero no ha nacido con él. Pertenece por tanto a una generación que no puede saltarse sus protocolos y sus periodos de aprendizaje. Esta obligado a conquistar sus dioses y su pasado en una época demasiado fragmentada para alimentar sueños de totalidad, y ya no espera la irrupción de un arte nuevo que sea también un arte propio, fundado con los nuevos balbuceos de su generación, y en el que todavía se le permita a uno ser ecléctico o sectario, como los miembros del disparatado club que quiso tanto a Glenda Garson. Así, las viejas películas se le antojan objetos suntuosos que están ahí, a un paso del museo o del catálogo, como un repertorio flaubertiano que, después de someterse a la estupidez y la curiosidad de un par de hilarantes y ávidos copistas, se enfrenta ahora al gusto ambiguo, la inexperiencia y el respeto torpe de quien ha de conquistar por vez primera su riqueza.

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