El criado de Satie

Erik Satie (1866–1925)

Escucho la Sonatine bureaucratique de Erik Satie, interpretada por Pascal Rogé y regreso a una tarde reciente, semanas atrás, en una ciudad extraña, o no tanto. Estoy encerrado en un aula, en el subsuelo. Me falta la luz natural y su ausencia me provoca una mezcla de fatiga y melancolía. Recuerda uno que en los penosos aprendizajes de la infancia al menos había monotonía de lluvia tras los cristales provocada por un viejo maestro de timbre sonoro y hueco. Aquí, en cambio, es un coro de voces jóvenes el que impone la monotonía solapándose con el bajo continuo del ordenador, cuya actividad tiene uno de esos perfiles sonoros que -estoy seguro- le hubiese gustado medir al propio Erik Satie. Cuando salgo de nuevo a la luz me siento tan próximo y a la vez tan lejano como el excéntrico Wakefield, en la calle contigua del día, observando las últimas horas de luz como el paso silencioso de una mujer viuda. Con ese sigilo inicio mi paseo, viendo cómo se desvanece la tarde y entra de golpe la noche, como si saliera desnuda de un vestidor. Su piel entera se me ofrece al salir de una librería, donde he manoseado un Proust levantado en armas contra Sainte-Beuve y (¡sorpresa!) un Erik Satie entregado a la filofonía. No es de extrañar que la monotonía de esta tarde anticipara a ambos, al fonómetra y al memorioso, al que mide el sonido y al que sueña el tiempo, tareas ambas que sirven para conservar en la memoria una tarde parda y fría de invierno (aunque ya fuese primavera). De esa tarde, por supuesto, nada sabe el criado de Satie, personaje peculiar que aparece en la página inicial de las Memorias de un amnésico, escritas (es un decir) por el inclasificable compositor francés. Según nos cuenta Satie, su criado tiene dos apariciones estelares, la primera como testigo mudo de un repugnante sí bemol examinado con un fonoscopio; la última como espectador de los efectos de un caleidófono grabador utilizado por Satie para la composición de sus Pièces Froides. No sabemos mucho más, excepto que cada hora le toma la temperatura mientras duerme. Un escritor de talento que quisiera novelar la vida de Erik Satie encontraría en este personaje irrelevante la voz narrativa perfecta para contar la historia del que quizás sea el más extravagante de los músicos contemporáneos (se admiten objeciones). Los criados, con su obsecuente e inapreciable existencia, rozan la omnisciencia. Lo saben todo de los ríos subterráneos que cruzan la existencia, y que son más o menos como las horas destempladas que pasé en aquel sótano, tomando mis lecciones y haciendo como que descifraba los sonidos con la precisión y el apasionamiento de un fonómetra. Dudo sin embargo que ni ellos ni yo pudiésemos llegar a entender el afán juguetón y científico de Satie, su rechazo de la solemnidad o su devoción por la palabra escrita que, apareada con el sonido, adquiere la apariencia de un arte total. La locura tal vez…

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