Parábola del ciego

Jules Renard (1864-1910)
Al Jules Renard de los últimos años le gustaba hacer balance. Es inevitable que esa tarea esté siempre ligada a la experiencia del fracaso, porque ya no se puede elegir, que es lo que hace la vida antes de entrar en esa pausa retrospectiva. Mientras se elige se camina a ciegas, un poco a la manera en que se escribe, tal como postulaba Faulkner: iluminando la oscuridad que hay alrededor de la llama. “Si mi vida empezase otra vez” escribe Renard “la querría tal cual. Sólo abriría un poco más los ojos. He visto mal y no lo he visto todo de este pequeño mundo por donde he avanzado a tientas”. Abrir los ojos para ver en el límite de nuestra oscuridad el rostro de quien nos mira (el rostro de quien nos guía). Eso se desprende de aquel pasaje del journal renardiano en el que el autor mira a su mujer y se define a través de lo que ve reflejado en ella, la única persona de su mundo ante la que puede ufanarse sin sentir vergüenza de su vanidad, la única persona que tolera su afectación como una coquetería natural. Quien disfruta de esa clase de amor ya no quiere ver nada más…

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