El mundo como voluntad y representación
No sé en qué medida el kafkiano U., personaje principal y
narrador de Satin Island, habrá
tenido en cuenta a Schopenhauer en su pretensión de explicar la realidad, tarea
para un filósofo pesimista, más que para un antropólogo escéptico. Aún en su desesperanza,
el mundo como voluntad y representación es algo más coherente que una realidad sobrecargada de píxeles que se
reconfigura a cada momento; no sufre esa «precariedad ontológica» de la que
hablaba Mark Fisher, en la que el pasado es una ficción que se puede retocar,
que se puede construir y destruir al ritmo de la producción y distribución de
mercancías.
A U. le hacen un regalo envenenado: una Corporación lo
contrata para elaborar El Gran Informe, un proyecto fastuoso (y por eso mismo irrealizable)
que servirá para explicar nuestra era, un documento integral que abarque la
realidad que vivimos… La tarea es como la pregunta de la Esfinge en el camino
de Tebas, un acertijo trágico, la charada de un monstruo que acabará
devorándolo. A medida que U. profundiza en su tarea se sumerge en una especie
de caos cuántico, de realidades yuxtapuestas, inconexas y cambiantes que
parecen sometidas a un desorden de memoria y a las que hay que construirles un
nuevo relato (un relato, por supuesto, corporativo).
En esa tarea los vacíos se suplen con epifanías delirantes, con teorías
conspiranoicas sobre un paracaidista al que no se le abre el paracaídas, con
interpretaciones líricas sobre vertidos de crudo en el mar. La reelaboración de
una catástrofe ecológica como paradigma de belleza (uno de los mejores pasajes
del libro), expresa una visión de la realidad como entidad anómala que recuerda
por momentos a las pesadillas de Lovecraft, su mundo que –otra vez Fisher–
irrumpe desde un pasado lejano, en estados alterados de conciencia o en giros
extraños de la estructura temporal.
Pero U. es hijo de su tiempo, y por eso ni siquiera siente
un horror conradiano en el corazón de sus tinieblas. Su lucha no es con la
verdad sino con la forma, con el modo en que atrapar todos esos datos
fluctuantes que configuran la realidad estudiada, su morfología de bicho raro
lovecraftiano, y el horror, o su remedo, provienen entonces de la incapacidad
de representación, de la imposibilidad de la forma. “Lo que el antropólogo encuentra cuando
se aventura al otro lado de la valla delimitadora de la civilización no es más
que sus efluvios, su lluvia tóxica” piensa
U. recordando a Lévi-Strauss y es entonces cuando sueña con la isla de Staten
Island (la Satin Island del título),
llena de efluvios y residuos en llamas, de basura tóxica que es como el texto
pautado que nos ofrece Tom McCarthy
a través del caótico pensamiento de U; el fracaso del mundo como voluntad y representación.