Vieja escuela
La lectura de Vieja escuela, de Tobias
Wolff, me ha recordado la paradoja elemental de cualquier relato
autobiográfico, cuya pretensión inicial es la de pasar una vida a limpio, la de
encontrar su estructura, su rima interna para lograr aquello que Robert Lowell
se proponía en sus últimos poemas: observar cada una de las instantáneas chillonas, urgentes y recargadas de
nuestra vida y exponerlas de nuevo a la luz para despojarlas de su estridencia,
para fijarlas en una especie de descripción universal y consoladora. Inmersa
en ese mismo proceso, la novela de Wolff se recrea en pasajes cuya intensidad
poética se traduce sin embargo en una vivencia irreal del presente; la vida
como ensoñación. Valga como ejemplo el párrafo que detalla la subida al monte
Wilson después de haber logrado conmover
al mismísimo Hemingway con un relato plagiado a una estudiante de la Cobb’s Academy.
En esa modesta cima -la paisajística y la literaria- el viento es cálido y la
vida llega como un eco lejano, con sus gritos apagados, sus colores intensos e
irreales; el trazo naïf de su plenitud. Desde las alturas, el narrador de Vieja escuela
alimenta su irrealidad como nostalgia y también como inutilidad, como
disonancia, dejando entrever que, después de todo, la literatura no es sino la
sublimación de una experiencia inútil, enseñanza que bebe en las fuentes de su
irrealidad, pero también en los relatos de Hemingway, que llegan prematuramente
a su memoria como la última luz, la luz del poema de Lowell, la sagrada y
exacta luz de Vermeer, transcribed verbatim by my eye…