Cazando crepúsculos


La ceguera, decía Borges, es como un lento atardecer de verano. Al modo ocurrente de Borges, este es el canto de la belleza que se pierde y que sólo se puede conservar enlatada, si se deja, porque otro argentino genial, Cortázar, ya sabía que los crepúsculos son como elusivos pavos reales: esperan a que les demos la espalda para exhibirse en plenitud. Así es como la belleza y la desafección traban una dialéctica imposible. De los crepúsculos cortazarianos Borges sólo hubiese aprovechado la banda sonora, una sonata para campanita de oveja, golpe de ola o zumbido de moscardón, música apropiada para el apagón gradual de su retina, para el tránsito inmisericorde desde el amarillo -color de asombro y gratitud- hasta un gris blanquecino y brumoso, preludio de la definitiva noche. En su versión completa (imagen y sonido), este atardecer (ver foto) me sirve para imaginar la ironía con la que el ciego Borges hubiese procesado el sinestésico soneto de Rimbaud, qué color hubiesen adquirido aquí los golfos de sombras, las embriagueces sensuales de la sangre, las vibraciones divinas de los mares verduzcos o el supremo clarín de estridencias extrañas. No he podido hacer nada de mayor provecho en estos últimos días de verano, además de volver a estos lugares borrosos, distantes e imprecisos del pasado, donde los recuerdos, como los pavos reales, esconden su plumaje. El tiempo no ha dado para mucho más que esto: cazar crepúsculos y leer a Poe, fingir que me asusto un poco con los terrores de su alma atormentada hasta comprobar lo indestructible que resulta la inocencia de un clásico, algo imposible de trasladar a otro jardín; casi tanto como la resuelta ceguera de Borges, el perfecto atributo de un viajero inmóvil.

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