Summertime

Se acaba el verano. Llega el momento de plegar velas. Una retirada a tiempo no es una victoria, sino un remedio contra la catástrofe. Dejo atrás las ruinas del verano y me pregunto quién tomará posesión de ellas. En los silencios y soledades otoñales cualquier rincón turístico puede convertirse en un lugar borroso, distante e impreciso, como la Fortaleza Bastiani o el Sanatorio Berghof. Allí queda atrapada la vida de aquellos que no saben retirarse a tiempo; pienso en escritores difuntos, como Casavella o Bolaño, que no regresaron jamás de sus bastiones veraniegos, ni siquiera al cambiar de estación. Se quedaron a vivir en ciudades fantasmas, en estaciones ilusorias, en vidas provisionales para las que no encontraron final. Se hubiesen salvado de haber sucumbido al saqueo de otro verano, al ruido y la furia de los turistas que regresan, así hubiesen podido sentirse como Hegel en el momento de terminar su Fenomenología del espíritu, justo cuando las hordas de Napoleón entraban a caballo en la ciudad de Jena. Asomados a la ventana podrían haberle gritado a una multitud festiva “He ahí la verdadera alma del mundo, la encarnación del espíritu absoluto” antes de salir corriendo.
Por un momento pienso que a mí también me gustaría refugiarme en ese patio trasero de la vida. Una ensoñación poderosa e imposible: una ensoñación trágica. Emprendo la retirada, pero antes de partir meto mis pies en el agua, correteo sobre la arena, fotografío mi sombra… El día se despide entre dos luces y yo remoloneo para no volver a casa. En otros tiempos tenía un voluminoso Trapiello a mano para ayudarme con estas ensoñaciones. El verano era el tiempo perfecto para caminar descalzo por el salón de pasos perdidos y detenerse en la intrascendencia. Nunca llegué a probarlo, pero imagino que la conjunción de leer una novela en marcha con los tobillos mojados y un ojo puesto en los desmayos del atardecer debe ser un verdadero placer epicúreo, íntimo y sobrio. Lejos de esa plenitud, me entretengo leyendo a Bellow antes de dormir. Su Mozart es como él: accesible al ingenuo. Resulta enternecedor y gratificante acceder a un autor sin tener que entrar por una puerta falsa. Me reconforta que ambos, Bellow y Mozart, sean asequibles a la ingenuidad y a la ignorancia y que ambas crezcan para volverse humildes, no monstruosas. Quizás no sea casualidad que Mozart fuera mi primer amor musical; un amor tardío y vicario, un amor imposible. El Eros mozartiano fue una epifanía y a la vez un testamento. Ahora creo estar más interesado en Bach. De aquel Mozart viene este Bach; el hijo que engendra al padre... Dice Miquel de Palol que Bach es “el generador de modelos formales más variado, profundo y estimulante de cuantos conozco, con la inaudita consecuencia de una intensísima emocionalidad. Es el autor de todo lo que como artista querría elaborar”. Me gustaría participar de esa ambición artística, asumir su reto, advertir su peligro: comprobar que, como cualquier conquista, Bach pasa a ser finalmente un deshecho; eso que al decir de Gándara es algo más que una debilidad: una forma de biografía. Espero completarla antes del próximo verano…

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