El miedo elegante


La nada no produce nada, escribía Jules Renard a la muerte de Maupassant, y añade: para hacerla resonar hay que ser un gran poeta… Se me ocurre que los ingeniosos aforismos de Renard son el producto refinado y resonante de esa nada en la que se instala un hombre incapaz de sentir miedo. Es todo un salto evolutivo, una verdadera revolución, la que va del difunto Maupassant a los cadáveres exquisitos de Renard, la que va del miedo al spleen. A veces no hay que mirar demasiado atrás para sentir ese vértigo, basta con observar todo lo que se desmorona a nuestro alrededor anunciando un fin de época. Bien mirado, es todo un privilegio asistir a ese espectáculo y pertenecer a ese momento bisagra, como se deduce de estas palabras de Poussin que John Banville reproduce en El intocable: “Es un verdadedo placer vivir en un siglo (XVII) en el que tienen lugar tan importantes acontecimientos (ejecución de Carlos I), siempre que uno pueda ponerse a cubierto en algún rincón para observar el espectáculo con comodidad”. De haber vivido lo suficiente para asistir a los futuros horrores de nuestro pasado (léase las dos Guerras Mundiales) o de nuestro presente (esta crisis que primero nos culpabiliza y luego nos expolia), es más que posible que Renard también se hubiese buscado un refugio privilegiado para seguir a distancia los acontecimientos y desde allí ahondar en esa nada tautológica que hace posible la literatura de nuestro tiempo, esa nada que distingue a los grandes poetas de los simples moralistas. A uno, la verdad, le asusta tanta impavidez en medio de tanta muerte; una entereza de estoico que, en ocasiones, roza la banalidad y que se permite el lujo de ignorar la desolación. Lo peor de estos lujos es que, a veces, uno los lleva encima y no se da cuenta. Uno se acostumbra a casi todos los tipos de muerte menos a la muerte real y así termina acomodándose a un tipo de entereza que es como la vida elegante, según Balzac: el arte de animar un descanso.

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