La vida en las ventanas
Dibujado en las ventanas, el mundo, en estos días, se me ha vuelto definitivamente
cinematográfico. La esencia del cine es eso, la inmovilidad del voyeur en su butaca, su espacio de
oscuridad, que es tanto el de su impunidad como el de su indefensión y angustia.
Detengámonos siquiera un momento en esto…
En las conversaciones
entre François Truffaut y Alfred Hitchcock recogidas en ese clásico de la
bibliografía cinéfila que es “El cine según Hitchcock”, ambos directores hablan y se iluminan recíprocamente
sobre la condición del espectador a propósito de Rear Window; la posibilidad de hacer un film puramente cinematográfico, que sería aquel que tratase precisamente
de la mirada. Lo de menos en ese film sería el espectáculo de la debilidad
humana que James Stewart cree ver desde su ventana (la modernidad cinematográfica,
recuerda Jordi Costa, tiene mucho que ver con el momento en que empezamos a desconfiar
de las imágenes), porque la educación de las
imágenes, como veíamos por ejemplo en A Clockwork Orange, puede acabar siendo un castigo irónico para el espectador, uniendo lo
bello y lo terrible de tal modo que uno, ofendido, llegue a pensar incluso en
arrancarse los ojos (como Ray Milland en Man with X-Ray Eyes), siguiendo el evangélico consejo de San Mateo. De vuelta a
la oscuridad, pero ahora para que aparezca en ella lo espeluznante, en el sentido que le daba Mark Fisher al término, esa
ausencia, esa brecha en la realidad y
el sentido por donde se filtran la alteridad y el miedo.
Tengo para mí que en
las películas de Hitchcock, plagadas de engaños y trucos para seducir al
espectador, la unión de lo bello y lo terrible no está en la liturgia
del crimen, sino en la manifestación del amor, que es como un subtexto
angustioso que pertenece a ese terreno de lo espeluznante. Para Hitchcock el
amor es una trampa que le sucede a los hombres del sexo masculino, porque las
mujeres son un poco como aquella jaula de Kafka que sale a cazar un pájaro (y éste,
además, tiene el ala rota). En el absurdo del amor las mujeres son la herramienta
que usa la belleza para acercarse a lo terrible, que no es sino una versión de
lo doméstico. Por eso en el espectáculo de miseria humana al que el melifluo Stewart
asiste en su película de voyeur se
vislumbra no un misterio, sino un catálogo de patologías amorosas (la mujer
solitaria, la pareja de recién casados, el matrimonio sin hijos y con un perrito, la seductora bailarina,
el músico borracho…) que hacen que el matrimonio aparezca finalmente como una
amenaza vital, un verdadero cul-de-sac en
el que la forma más institucionalizada del amor es también la más violenta.
La vida en las ventanas parece pues una mentira construida para castigar nuestra curiosidad, por eso para
aproximarse a su realidad hay que salvar la distancia cinematográfica del
mirón. Pienso ahora en la broma que Cortázar urdió en el capítulo 41 de su Rayuela ¿lo recuerdan? Yo no, pero me
suena la música de Oliveira enderezando unos clavos a martillazos y creando un
puente con tablones para ir de ventana a ventana a entregar un paquete. La urgencia,
que crea un problema para buscar una solución. Ese absurdo es el que nos aproxima ahora los unos a los otros, dejando de
mirarnos y buscando formas de saltar al vacío, por eso en estos días salimos al balcón a entablar conversaciones, pregonar
nuestra solidaridad o nuestra indignación, dar recitales de saxo (y de sexo) y cantar a capella
serenatas que hacen que nuestras palabras –a diferencia de los diálogos en una película de
Hitchcock– suenen como el ruido de unos personajes que cuentan su historia.