Sobre decadencia y restauración (divagación estival)
Un
edificio, para Ruskin, es como la vida de un ser humano: está sometido a un
proceso de decadencia en el que esa vida manifiesta su belleza, porque en su
opinión los caracteres esenciales de la belleza están en gran medida
subordinados a la expresión de la energía
vital en los objetos orgánicos, o a la sumisión a esa energía en los objetos
naturalmente pasivos e impotentes. Como todo lo que resulta vital, un
edificio es precioso y delicado, frágil no tanto en su robustez como en la
manifestación de su decadencia. Eso significa que hay que respetar todas sus
etapas, y eso significa, también, que hay que dejar que un edificio muera, es
decir, que se convierta en ruina. La ruina forma parte de la vida de un edificio
igual que la muerte forma parte de la existencia humana.
En opinión de Ruskin, la intervención
en arquitectura para paliar los efectos de esa decadencia natural hace
intolerable la restauración. Porque restaurar no es conservar; es falsear, es
destruir al crear una copia, una falsa imagen del original que es la que le
permite sobrevivir y desafiar al orden natural del tiempo.
Las tesis de Ruskin sobre conservación
de edificaciones son las propias de un esteta, también las de un moralista, y
se puede decir que se mantienen vigentes mientras el mundo respeta ese orden
natural que ve en la decadencia la manifestación de esa energía vital que
rechaza lo «pintoresco», ese añadido, ese sublime
extraño, como lo llama Ruskin, la belleza en su versión parásita.
No sé cómo reaccionaría un moralista
como Ruskin a la interrupción de ese orden natural, de esa decadencia que
cercena la energía vital de objetos orgánicos e inorgánicos. Esa interrupción
que impide incluso a lo pintoresco ser intérprete de la edad. Tal vez, cuando
comprobase que la ruina puede ser también una alteración del orden natural por desbordamiento
de esa energía vital (o de su instinto de muerte), su percepción de la
restauración fuese más indulgente. Aunque quién sabe, porque en la conciencia
de un moralista como Ruskin la visión romántica de las ruinas ilustra un tipo
de belleza moribunda que, en todas sus manifestaciones, se interpreta como un reflejo
de autenticidad histórica.
Sobre restauraciones pensaba anoche
mientras leía una vieja (e impagable) entrevista de Lester Bangs al grupo alemán
de música electrónica Kraftwerk, publicada en Creem hacia 1975; en ella, Ralf Hütter, uno de los "cabecillas"
de la banda declaraba:
«Tras
la guerra (…) el mundo del espectáculo alemán estaba en ruinas. A los alemanes
se les robó su cultura y esta fue reemplazada por una norteamericana. Creo que
somos la primera generación nacida después de la guerra que se ha quitado esto
de encima y que sabe dónde sentir la música estadounidense y dónde sentirse a sí
misma. Somos el primer grupo alemán que graba en su propio idioma, que usa nuestra
tradición electrónica y que crea una identidad centroeuropea que sea nuestra.
(…) Queremos que el mundo entero sepa de dónde venimos. No podemos negar que
somos alemanes, pues la mentalidad alemana, que está más avanzada, siempre
formará parte de nuestro comportamiento. Creamos a partir del alemán, nuestra
lengua materna, que es muy mecánica, y la usamos como la estructura básica de
nuestra música. Y también a partir de las máquinas, producto de la industria de
Alemania».
Las palabras de Hütter, en esta
entrevista, suenan a restauración de un patrimonio, aunque tengan el efecto
dinámico (la energía vital) de una tradición enriquecida que se vale de la música
de las máquinas para repristinar ese
espíritu industrial, esa actitud desafiante, esa mentalidad avanzada de la
vieja nueva Alemania. Sobre esa ruina de «Alemania Año 0» que veíamos en la
célebre película de Rossellini se erige, 30 años después, esa mezcla de ruptura
del proceso vital y unidad de estilo que se aprecia en cualquier intervención
restauradora.
Y recogiendo esa declaración de
principios, que, dicho sea de paso, suena algo a una invertida Ruinenwerttheorie, la ‘teoría del valor de las ruinas’ que
veneraban los nazis al proyectar su grandeza épica como decadencia futura (y
que menciona Jean-Yves Jouannais en uno de sus retratos obsidionales), estaba el controvertido Lester Bangs, un escritor
flipado, empeñado en mezclar a Stockhausen con los Beach Boys o en diluir el concepto acústico del Menshmaschine en las teorías de William Borroughs sobre la
capacidad de la tecnología para crear disturbios; al fin y al cabo, como el
propio Bangs escribe en su artículo: «el
Reich no pereció realmente, tan sólo se reencarnó en arquetipos estadounidenses
surgidos de maniquíes de ojos vacíos y dedos enjutos conectados a sus teclados
de ordenador y sus guitarras como rinocerontes en plena cópula».
Pasar de John Ruskin a Lester Bangs en
el mismo escrito es una extraña y difícil pirueta, lo sé. Juntar al moralista
con una versión rockera del escritor gonzo
es algo que resulta chocante o, cuando menos, grotesco. Pero lo grotesco no es
sino una especie de diseño fantástico (recuerdo
haber leído en una cita de Parrinder recogida en un jugoso ensayo de Mark
Fisher) que nada tiene que ver con las
categorías lógicas del arte clásico. En Bangs uno ve a uno de esos "diseños
fantásticos", un miembro de esa hermandad literario-periodística creada
por Hunter S. Thompson que usaba las drogas para que la realidad se volviese lúcida
a fuerza de volverse paranoica. La esencia del periodismo gonzo es una especie de disparate lisérgico que junta agallas para
participar en la acción con el propósito de que la realidad se vuelva peligrosa.
Es la paradoja del observador trasladada a la realidad reflejada en la escritura.
Ésta existe porque participamos en ella, porque tipos como Bangs, puestos hasta
las cejas de jarabe para la tos, se van a entrevistar a un grupo alemán de música
electrónica convencidos de que en esa cópula
de rinocerontes y máquinas van a encontrar el futuro de la música rock; un producto fabricado en serie y desechable.
En el fondo Bangs, un grafómano
empedernido, es alguien que ha llevado el gusto por la ruina y la decadencia
hacia su máxima expresión: la ironía. Y la ironía, qué duda cabe, es el fin de
los tiempos, el punto de no retorno, donde no es posible restauración alguna,
cosa que, seguramente, encantaría a Ruskin. Al igual que el esteta inglés, el
bueno de Lester tampoco querría que nadie interviniese en una idea, la de
decadencia, que nace ya afectada y que, por tanto, no necesita ser restaurada, siendo
como es en sí misma una parodia, un chiste al que sólo hay que despojar de glamour.