Aquí empezó todo...
Witold Gombrowicz. Maloszyce (Polonia), 1904 -Vence (Francia), 1969 |
(Aprovechando la publicación de "Sábado inglés", rescato este post publicado en 2008 en el que ya se avanzaba alguna de las tramas de la novela)
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GOMBROWICZIDIO (Sábado, 29/03/2008)
Por sexto día
consecutivo llega a mi correo un texto de Juan Carlos Gómez sobre Witold
Gombrowicz. Se va diluyendo en mí la sorpresa, pero resiste el
desconcierto. Juan Carlos Gómez, el fiel “Goma”,
es un hombre casi octogenario que fue compañero y amigo de aquel Gombrowicz
extraviado en la Argentina, donde fue a hacer turismo y, como tantos otros,
encontró un destino personal. La mirada de Goma sobre Gombrowicz no es
desdeñable, aunque sí problemática; tengamos en cuenta que el Diario no
es más que una bellísima impostura intelectual perpetrada por un escritor
polaco que devino argentino,
muy a su pesar. A esa aparente degradación contribuyó su larga estancia
en un país todavía joven, donde, en tiempos, cualquier escritor europeo podía
sentirse un rey tuerto ante la escasez de pedigrí literario (malgré Borges,
con quien tuvo un sonado desencuentro). El Diario de Gombrowicz
convalida aquel axioma wildeano: “La Verdad es entera y absolutamente una
cuestión de estilo”. Es el estilo y no el hombre el que escribe esos
apuntes, y por lo tanto es al personaje y no al escritor a quien leemos con avidez.
No es el Gombrowicz polaco, sino el argentino, el que escribe “Me niego a
conocer. Estoy ya definido y concluido” justo en el momento en que vuelve a
Europa, después de veintitrés años. Detrás de esa frase, parapetado, está un
hombre que quiere culminar su propia antropología excluyendo la mirada del otro
sobre sí mismo. El Gombrowicz concluido es un Gombrowicz soberano, lo que hace
que el Diario no sea un verdadero legado de la memoria, sino una
imposición, una impostura del estilo.
Dicen las crónicas
que Gombrowicz y Juan Carlos Gómez se conocieron en 1956, en el Rex, jugando al
ajedrez. Goma formaba parte entonces de ese grupo de jóvenes que cayeron
rendidos al magisterio de este polaco transgresor, más que exiliado, aparcado
en la Argentina a raíz de la IIª Guerra Mundial. “Hubo una época en la vida
de Europa”— escribe Gombrowicz en su Diario, hacia 1962—“en que se podía
invitar a un desayuno a Nietzsche, Rimbaud, Dostoievski, Tolstoi, Ibsen,
hombres sin parecido entre sí, como si procedieran de planetas distintos, pero
¿qué desayuno no saltaría en pedazos con semejante compañía? Hoy se podría
organizar sin miedo un banquete general para toda la élite europea; se
desarrollaría sin chirridos, sin chispas”… Si los banquetes del Rex
cuajaron en una amistad que sobrevive al propio Gombrowicz (ahí está el fiel
Goma, difundiendo la palabra), tal vez fuese porque ya no quedaban egos que
juntar alrededor de
la mesa, y ante esa carencia, el propio Gombrowicz ocupó todo el
espacio. La amistad entre iguales que se devoran es una utopía cruel, por eso
lo mejor es prescindir de la amistad y fundar una religión. En la pampa,
además, un intelectual europeo es un dios irrefutable (o eso viene a decir Piglia),
aunque de segundo orden, como la fama,
con cien bocas insaciables y una trompeta en la mano, dejando sonar su
estridencia más allá del bien y el mal, en la falacia del estilo…
Toda religión tiene
su apóstol, y ésta no iba a ser menos. Ya regresado a Europa, desde Berlín,
Gombrowicz le escribe a Goma: “(…) a Vd. le tocará este destino, Vd.
será el Glosador y el Biógrafo, vaya preparándose de a poco”… y así se
pasaron cuarenta años. En los papeles que ahora llegan a mis manos se observa
esa labor obsesiva de la memoria, en la que el Glosador apuesta su
destino. La memoria crece como relato, madura y prepara al personaje para
tantas combinaciones como gestos desaparecidos. En el caso de Gombrowicz, además,
recordar es desafiar al estilo, a esa creación personal elevada contra un
veredicto ajeno… Justo lo que –irónicamente –acaba haciendo el fiel Goma,
al querer honrar una vieja hechicería, la del yo en el nosotros…
Me pregunto qué voy a hacer yo con todos
estos papeles. Asisto impasible a este gombrowiczidio en el que la
autobiografía se transforma compulsivamente en una autobibliografía. Gombrowicz
se esforzó en ser de una manera definitiva, en vigilar su propia muerte,
y paradójicamente la glosa lo transforma en un hombre inacabado. El Biógrafo
intenta poner justicia donde no hay más que una conciencia exacerbada, y al
final lo que consigue es buscarse cómplices para este crimen de lesa
gombrowiczidad. Entre ellos me encuentro ahora, curioso, como los gatos
imprudentes…