Eterno femenino
Taller de Clemente Susini y Giuseppe Ferrini, Mujer Embarazada con Piel Removible y Capas
Abdominales (también conocida como Venus Anatómica) , c. 1780.
Esqueleto de metal o madera, cera, 180 x 80 cm. La Specola, Florencia
Meses atrás, mientras ultimaba la
redacción de Sábado inglés, y antes
de que irrumpiera en el ruido mediático la conciencia empoderada (horrible palabra esta) del #MeToo, me enfrasqué en un
epílogo en el que un personaje femenino copaba la narración como si ésta fuera
el último capítulo de la humanidad. Una Eva futura surgida no de la castigada
costilla de Adán sino de las aguas del lago Bariloche. Un(a) Orlando instalado(a)
en el limbo de los sexos indefinidos, donde, en estos tiempos, también crece la conciencia de ser
mujer. No voy a desentrañar aquí lo que le ocurre a ese personaje en este
episodio final, no tanto por no desvelar asuntos de la trama, sino porque no es
el sujeto de esta pequeña digresión, pero valga su presencia para
detenerme en la relación que los personajes masculinos de la novela establecen con
el Eterno femenino, esa entelequia
patriarcal en la que proliferan los monstruos infinitamente hermosos y horribles en extremo a los que se refería
Virginia Woolf en ese pequeño clásico que es Un cuarto propio. Allí probablemente tendrían sitio como arquetipo
las Venus grávidas que proliferan por la novela, creaciones en ceroplástica del
siglo XVIII construidas con interés científico para el estudio anatómico y el
conocimiento de la fisiología femenina y rápidamente convertidas en objetos de un
interés morboso para el público de museos y colecciones itinerantes. La existencia
de las Venus anatómicas me parece una metáfora perfecta del Eterno femenino;
una mirada que sugiere que la esencia de la mujer está encerrada en el interior
de su cuerpo, como la piedra de la locura, y que llegar a su conocimiento es
como desentrañar un mal, por eso hay que abrirse camino por su cuerpo, diseccionándolo.
Por eso hay que lacerar su carne, arrancar sus vísceras, quebrar sus huesos
hasta llegar a un vacío que permita reconstruirlo todo como una máquina
perfecta, es decir, una máquina predecible. Esa mezcla de curiosidad morbosa e
interés científico, practicadas ambas con sadismo, tiene sin embargo un punto
de virtuosismo capaz de crear escuela, la del taller florentino de La Specola,
que patenta sus Venus obstétricas como si fueran Stradivarius, objetos que se
redimen de su auténtico valor como artesanía.