Modelo para armar

John Cheever (1912- 1982)

Imagino a John Cheever tal como Vila-Matas imaginó a Gombrowicz, asumiéndolo como uno de esos países exóticos que aparecen en el mapamundi, un territorio vasto, seductor y extraño, del que la imaginación puede extraer recuerdos bien documentados e incluso escribir novelas por delegación, con estilo alienado e imprevisto. Hay cierta magia en ser otro, una magia de homúnculo. Todavía no he leído los libros de Cheever, pero sé lo suficiente para hacer de él mi Gombrowicz, un ídolo de jade, un modelo para armar.
Sé, por ejemplo, que el mundo del que proviene Cheever es un infierno doméstico de culpas y fracasos, el martirio de un hombre que se mira en el espejo con ojos sartrianos. Imagino que, raspando un poco, aparecerán los deseos equívocos, las adicciones, la miseria moral, la infamia, los árboles oscuros y la luz dorada; suficientes balas para un escritor con pinta de asesino tranquilo. Si yo fuera un escritor osado, como el joven Vila-Matas, compraría todas esas miserias para hacerme un traje a medida y dejaría que mi escritura sucumbiera a sus propiedades tóxicas. Sería un escritor de cercanías, con una imaginación subalterna y un estilo apresurado. Escribiría en el filo de los lugares comunes y en el borde de los mapas, velado por el misterio de mi ídolo raro, cuya ocultación impediría que este juego de anticipaciones y casualidades se convirtiera en un plagio involuntario.
Pero no es comprensible este modelo sin esa solución final que es el momento de la lectura, cuando el estilo propio nos separa dramáticamente de la fascinación infantil, cuando ya no podemos confiarnos por más tiempo a las tutelas, los silencios y las necesarias postergaciones, cuando empieza el aprendizaje solitario y obstinado, el más allá: las precuelas de una larguísima nota de rechazo

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