La noche pasada en Marienbad
Todo conocimiento tiene un trasfondo perverso. La madurez intelectual es como el otoño descrito por Pavese: torbellinos y tinieblas precipitando sobre una blanda estación. Tomar fotografías, por ejemplo, era un gesto inocente, un acto de memoria fortuita, pero después de leer a Susan Sontag resulta que cada vez que apretamos el disparador estamos borrando los límites entre arte y vida, haciendo que nuestro ingenio recompense nuestra ingenuidad. Somos involuntariamente surrealistas, y lo somos en tanto que nostálgicos. La mentira del arte moderno se redime así: como nostalgia. Su belleza desolada y democrática no tiene otra razón de ser que habitar un improbable museo de cachivaches pasados de moda que —paradójicamente— esperan ser redimidos por la aceleración del tiempo histórico, el mismo tiempo que los convierte en reliquias, concediéndole de nuevo un aura de belleza a su marginalidad.
Pensaba en esto anoche, mientras veía El año pasado en Marienbad, una pesadilla inmóvil cuyo verdadero significado tal vez esté guardado como un arcano en las páginas de algún ejemplar de Cahiers du Cinéma. Para aquella generación que se jactaba de no entender nada y de apreciar la película de Resnais precisamente por ser incomprensible, ya sólo queda la apacible nostalgia de sus imágenes atormentadas, frías, convulsas a la manera en que quería Breton, inmóviles tras el último estertor. Ahora el significado ya no forma parte del enigma y por eso el espectáculo es mayor: se deleita uno ante la pesadilla tejida a dúo por Resnais y Robbe-Grillet, y además disfruta con el desconcierto de aquellos espectadores cautelosos que siguen sin saber si toda esa alucinación de estatuas, jardines, espejos y pasillos del hotel Esplanade es producto de la genialidad o de la chapuza. Tal vez el verdadero affaire no ocurre entre esposa y amante sino entre el paraguas y la máquina de coser, de cuyo encuentro fortuito hizo el conde de Lautréamont la historia de amor más delirante que han conocido los siglos. Hay momentos en que no dejo de ver el arte como una conspiración; se trata de crear en el espectador cautelas, inseguridades, dudas y vacío, de modo que siempre quede viva la sospecha del fraude sobre la certeza del conocimiento o sobre la muerte que prosigue al placer. No hay complicidad ni empatía, sólo alarma, y al fondo de todo la nostalgia, que es como un cuenco vacío, un lugar que acoge y espera.
Los personajes de El año pasado en Marienbad no participan de esa nostalgia. Su presencia, misteriosa, estática, huele a cadáver; su imposible dinamismo impide que en los intersticios de una sonrisa, un grito o una lágrima se cuele un melodrama convencional, como los de Douglas Sirk. La historia que filma Resnais nos decepciona no en lo que muestra, sino en lo que anuncia: una historia de amor que —por encima de todo— no es historia. Y cuando no hay historia sólo quedan los detalles, su registro veraz que, desprovisto de continuidad, provoca primero escepticismo y luego desconfianza. La minuciosidad con la que filma Resnais sirve para que queden en nuestra retina instantes hermosos y vacíos, avatares que podemos incorporar a nuestra memoria para completar el artificio de nuestros momentos bellos, aquellos que recordamos también incompletos, violentos o frustrados, hasta sumar a su decepción toda clase de irrealidad.
Es lo que hay. Tal vez la Sontag tenga razón después de todo y nuestra nostalgia esté desvirtuada por un gusto kitsch…