Un tango malo

Imagen: “Lugares comunes”, de Adolfo Aristaráin (2002)

Empiezo a amistarme con el viejo y desencantado marxista que encarna Federico Luppi en Lugares comunes (un clásico de las madrugadas televisivas); será que el roce hace el cariño, aunque el roce sea áspero y el cariño apenas una cortesía. Entre nosotros todavía hay una distancia reglamentaria, como la de dos amantes vigilados por una carabina. Posiblemente esta evolución hacia la tolerancia empezó en el momento en que dejé de atender a la doctrina y empecé a fijarme en la oratoria (Il faut être absolument postmoderne, después de todo), la trasnochada y melancólica oratoria de un viejo profesor de universidad, de quien Margo Glantz diría que es como un tango malo que se traga a los demás y después escupe el hueso.
El tango de los lugares comunes está a medio camino del conversado intelectualismo de Rayuela y del orgulloso fatalismo de los perdedores que protagonizaban las novelas de Osvaldo Soriano. Ambas versiones tienen el lenguaje como castigo. Sísifo es un ser cargado de elocuencia, un hablador de esos que, en lugar de morirse, deambulan, porque en ese deambular –aseguraba Soriano– encuentra su destino el argentino, a diferencia del buen danés, que desespera suicidándose. El buen danés no se mete en problemas; en su desesperación escoge la muerte por pura eficacia, para evitar la trampa del lenguaje. El danés se las ve con la calamidad y el argentino con la Historia, que te arrastra –decía Soriano– un paso, cinco pasos más y ya estás en medio del mar y hay que nadar
Al viejo profesor que encarna Luppi no le tocó nadar, pero ahora no puede evitar deambular, por el aula, por la chacra y finalmente por la página, donde todo se le queda a medias; allí la derrota se convierte en lucidez, la tragedia en banalidad, la pedagogía en lamento, el erotismo en cortesía, el exilio en categoría, la justicia en una efeméride… y todo a media luz, en un monólogo desvalido y tierno. Los viejos, cuando hablan, son como los niños cuando lloran; uno sólo quiere abrazarlos, no quedarse a escucharlos. A los personajes de Aristaráin no los abraza nadie, y entonces su facundia nos convierte en cómplices de su desgracia, reclamando de nosotros un afecto y una amistad que tienen –como su destino– algo de oscura resignación…

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