Pactar con el diablo

Elke Sommer y Paul Newman en "El premio" (1963), de Mark Robson
El novelista que Paul Newman encarna en El premio es un tipo de escritor que resulta a todas luces inverosímil. Un hombre guapo, joven, atlético, vividor, sarcástico, cuyo mayor talento parece ser ese radar para detectar el misterio (y para sufrirlo). Cuando acude a Estocolmo a recoger el Nobel de literatura se ve envuelto en una trama de espionaje de lo más trivial, resuelta con tópicos de cine negro y destellos de comedia ligera. Nada especialmente memorable. Lo que sí resulta memorable es la rueda de prensa en la que Andrew Craig, el escritor que encarna Newman, anuncia el fin de su idilio con la alta literatura (pero no con su remuneración) y el comienzo de su relación de interés con la novela pulp, que confiesa escribir con la libertad de quien se divierte y con la vergüenza de quien se oculta bajo seudónimo. Es como si el último Nobel, Vargas Llosa, decidiera convertirse de repente en Silver Kane, legendario autor de novelas de kiosko en la hambrienta Barcelona de posguerra. Alta y baja literatura, cada uno persevera en lo suyo, pero sólo uno de ellos parece haberse liberado de la superstición del autor. Tal vez eso es lo que pretende el vividor Craig, una especie de cambalache mefistofélico en el que el diablo siempre sale perdiendo, porque el diablo sólo gana con nuestras ambiciones, no con nuestras renuncias. Como bien supo ver Bolaño después de muerto, el arte falsificado es un lugar mestizo donde lo auténtico y lo falso, lo serio y juguetón, la obra real y la sombra se dan la mano y, facultados por una mezcla interesada de codicia e ingenuidad, caminan juntos hacia la destrucción, y de paso -añado- se quedan con la chica...

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