Japonaiseries



En un remoto agosto recuerdo haber leído un libro que vuelve ahora a mis manos y que relata la epopeya de los Ephrussi, la familia de la que proviene Edmund de Waal, el autor de La liebre con ojos de ámbar, un libro encantador que tiene algo de novela victoriana y algo también de relato bíblico, teniendo en cuenta el origen judío del autor. Desde el lujo dorado del goût Rothschild hasta la delicada miniatura de los netsuke, el coleccionismo es el hilo conductor del relato. Alrededor de unas diminutas japonaiseries se tejen los destinos de una ilustre familia judía, con todo lo que eso tiene de esplendor (económico) y de tragedia (histórica) en el pasado siglo. Pero no quiero detenerme en eso. La memoria que me interesa es un recuerdo ciego; no pertenece a la Historia, sino al tacto. Como bien escribe De Waal, la arqueología de un relato como este debería rastrear la huella táctil de los objetos, más evidente en las miniaturas que en el arte monumental sobre el que se erige la Historia. El tacto es como un perfume: una huella sensorial en la que queda registrada una epifanía. Y luego está la luz, que tratándose de arte japonés añora siempre la oscuridad, como ya argumentó Tanizaki en aquel ensayo miniaturizado titulado El elogio de la sombra. Los refinamientos que Tanizaki resguarda como voces secretas entre los reflejos profundos y velados de sus estancias sombreadas, contrastan poderosamente con la exhibición enjoyada y mítica de los netsuke que De Waal imagina expuestos en lujosas vitrinas de cristal. Oposición de dos mundos, Europa y Asia, luz y sombra, cristal y porcelana. El tránsito de la sombra a la luz que Tanizaki refiere en su librito como un modo de perversión cultural culmina así en la teatralidad de la vida de salón, cuyo centro es la vitrina de cristal, ese mueble que expone y priva a los objetos del tacto, convirtiendo esa privación en un refinamiento, en un pudor semejante al de la belleza que se oscurece protegiéndose de la luz en los espacios sombreados de una casa.

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