Un fallo técnico




La vida de los escritores es un subgénero literario que, bajo una apariencia a menudo hagiográfica, esconde pasajes grotescos y ridículos. Casi todos ellos incluyen algún momento de pánico escénico; instantes en que el público deja de ser una abstracción y se convierte en un rostro cambiante al que sólo hay que salvar del hastío. Si uno habla como escribe lo normal es que fracase en el intento, pero no deja de resultar muy seductora esa idea de modelar los rostros a través del estilo, es decir, de la palabra. Seguro que Oscar Wilde, ese esteta perverso, dejó escrito algo sobre el tema, aunque puede que esa suposición no sea sino otra manifestación del famoso efecto Mandela
Sobre lo que pudo ocurrir el pasado 28 de junio en la presentación de Sábado inglés, me mantengo escéptico. Nada tan grotesco como los viajes del hambre por la Rumanía de Cartarescu, leyendo poemas en voz alta para acallar el rumor de las tripas y viviendo aventuras propias de una picaresca de los Cárpatos. En ese sentido todo fue muy circunspecto. Lo dicho: palabras arrojadas al rostro de un público atento y educado, al que sólo había que salvar del tedio. Para eso lo mejor es ser breve y preciso, y de eso el presentador sabía mucho; su proximidad al mundo del teatro fue mi mayor salvavidas. Estoy seguro de que sus interpelaciones al público, sus inflexiones de voz, su amenidad de conversador hicieron más por mi novela que su morosa lectura.
Tengo ahora la sensación, es decir: el vacío, de que allí se dijeron cosas muy interesantes, de que hubo verdaderas epifanías. En ese sentido, la conversación se parece mucho a la lectura, es una experiencia intuitiva y libre que encuentra su entendimiento profundo en su propio vagabundeo, una libertad que es como aquel pájaro huidizo del aforismo kafkiano, perseguido siempre por una jaula. Porque eso es lo que tenía que haber ocurrido, que una jaula, esto es: una cámara de vídeo, saliera a capturar el pájaro de la conversación, pero un fallo técnico convirtió esa experiencia en un recuerdo paradójico, en algo que no se sabe muy bien si ocurrió o no.
Todo esto me recuerda un episodio de una novela de Ben Lerner, un libro indisimuladamente autobiográfico en el que el autor nos cuenta una visita al dentista en la que se le iba a anestesiar con una droga que provoca amnesia anterógrada, un trastorno neurológico que impide la creación de nuevos recuerdos. Para ilustrar esa pérdida, Lerner nos cuenta el trayecto hacia la consulta del dentista, la imagen del viejo Manhattan desde la ventanilla de un taxi, con el viejo puente de Brooklyn perfilado como en una película de Woody Allen, entre la neurosis y el infinito amor por la ciudad. La retina de Lerner va capturando esas imágenes a sabiendas de que se borrarán, aunque la escritura permanezca en ellas, y en medio de esa carencia es cuando surge la sensación de plenitud, la intuición de que esa experiencia de presencia dependía (precisamente) de que se olvidara.
El relato de Lerner, como la presentación de mi libro, concluye con una vuelta de tuerca, cuando el narrador se despierta a la mañana siguiente y, como una maldición, lo recuerda todo: el taxi, las vistas, la belleza inefable destinada a desaparecer… ¿Significa eso que nada de lo que recordamos ocurre de verdad?



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