Dos momentos, dos autores



Repasando las páginas de La luz es más antigua que el amor, la excelente creación de Ricardo Menéndez Salmón, encuentro la descripción del retrato de un William Faulkner crepuscular, genio agotado del que ya lo sabemos todo porque lo hemos leído todo y del que ya no podemos esperar nada más, por eso esa última mirada es fea: porque carece de esperanza. En los detalles, Menéndez Salmón se recrea describiendo a un Faulkner que «tiene el pelo blanco y su nariz destaca como esas narices de viejo que acaban invadiendo el rostro igual que un cáncer. Hay cierto hastío en su gesto, como si la comida le hubiera provocado acidez de estómago, lleva un traje que no le sienta del todo bien y un pañuelo nada primorosamente planchado asoma de su bolsillo izquierdo. Su mano izquierda está doblada en una postura sin duda incómoda y a su espalda, como en el resto de la sesión, hay una pared de ladrillo o que remeda el ladrillo, una especie de muro de las lamentaciones. Se advierte que el escritor no está a gusto en la pose, pero podemos dar fe de que esa nariz ha olido sabe dios qué fondos de vaso y que esas manos han mecanografiado algunas de las mejores páginas de la literatura de todos los tiempos. Porque ese hombre, el Verbo, William, es una de las encarnaciones más majestuosas del misterio que llamamos escritura, uno de sus demiurgos más poderosos, una de sus potestades. Porque ese hombre, el Verbo, perdurará»… Todo eso está en la fotografía tomada por Carl Van Vechten, una fotografía que contrasta con el momento auroral que describe Pierre Michon en Cuerpos del rey, donde aparece un Faulkner (retratado por James Cofield) en cursivas que resaltan la «aparición frontal, sólida y franca, del artista hecho un joven inútil, un joven imperator, un jover farmer (…)», una aparición que es a un tiempo «consternada y triunfante, poderosa y apocada, trágica y espabilada, indiferente pero fascinada, inquebrantable pero infinitamente corruptible, gigantesca y fútil como lo son, escribió Faulkner, los elefantes y las grandes ballenas»… Imagino que Menéndez Salmón habrá leído a conciencia este primer retrato mitológico de Faulkner para dotarlo del aplomo necesario. Ambos textos constituyen un hermoso diálogo en el tiempo, con su apertura y su cierre, que da cuenta de la verdadera importancia del sujeto fotógrafo, un artista que, como aquellos pintores de iconos bizantinos que nos refiere Argullol, es capaz de interiorizar formas que emergen de la oscuridad. Del mismo modo, la prosa de ambos autores queda configurada como un rezo, pues a su modo la escritura y el rezo se dirigen a la penumbra, donde tal vez no habite nadie. Por eso no es demasiado importante la verdad o la fidelidad de estos retratos faulknerianos. Lo verdaderamente importante son los detalles que recrean el momento, que en manos del fotógrafo es ese clic instantáneo que consigue abolir el azar, o eso cree Michon, quien considera que en la pupila de un fotógrafo la luz nunca es casual. Al elegir la luz, el fotógrafo elige también el momento, y todo lo que se escribe después no debería estar dirigido a retratar al joven y al viejo Faulkner, de quien sólo necesitamos saber lo que ha escrito, sino a recorrer (y por tanto fabular) las mentes de Cofield y Van Vechten, esas mentes (esas lentes) que ignoran el futuro.
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A la derecha: retrato de William Faulkner, por Carl Van Vechten
A la izquierda: Faulkner retratado por James R. Cofield

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