Perífrasis

La biblioteca, al igual que la vida, es un lugar propicio para la postergación. En ella el vacío ocupa un espacio ostensible y neutro (¿un tesoro intacto y secreto?), un espacio que, las más de las veces, contiene nuestra vindicación, y es que ésta, si hemos de hacerle caso a Borges, está siempre en aquellos libros no leídos. Igual que la vida, nos aguarda entre la plenitud y el vacío, convirtiendo nuestra esperanza en simple hipocondría. Si tal cosa ocurre es porque tal vez buscamos en el lugar equivocado. Nuestra apología no está “escaleras arriba”, en las diferentes y opuestas direcciones de nuestra esperanza, sino en la propia muerte. De ella brotan los obituarios como flores fugaces y extrañas.
Tal vez quienes escriben los obituarios en la prensa del día no son del todo conscientes de estar plantando un jardín. A la siega continua de la vida debería corresponderle la poda de las palabras, pero el silencio no se resigna a la dignidad de la soledad definitiva. Muerte a muerte el jardín se va convirtiendo en un Bomarzo, aunque tenga la apariencia recoleta y adánica de un Edén sin pecado concebido (ya sabemos que el muerto regresa siempre a la respetabilidad), pero ahí están sus feas caras documentadas hasta el exceso, inamovibles sueños de piedra que parodian la verdadera monumentalidad, que es solitaria, incomunicable, autorreferente hasta el absurdo, decía Szentkuthy.
Nunca he estado en Bomarzo, un lugar de espantosa belleza, y ni si quiera sé qué me ha llevado a escribir sobre un lugar que no conozco. La verdad es que yo, lo que quería, era recordar al difunto David Foster Wallace, pero me he detenido en el Bosque Sagrado del jorobado conde Orsini, y me he puesto a hablar de sus monstruos, tal vez porque estaban ahí, como el Everest, y había que «escalarlos». Siempre he pensado que el camino más corto es la distancia más larga, que el mejor relato es una perífrasis, por eso no hay que apresurar el viaje de regreso a Ítaca, como bien decía Kavafis.
De David Foster Wallace sé menos de lo que nos cuentan los obituarios. Nada he leído de él, pero hubo un tiempo en que lo seguí mucho, como decía una de nuestras impagables misses a propósito de Vargas Llosa. “La broma infinita” y yo tenemos una hermosa historia de amor a nuestras espaldas, una de esas historias que acaban pronto, como ocurre cuando uno se apasiona demasiado y de repente descubre que, en realidad, ama muy poco. Nos encontramos, la Broma y yo, en varias ocasiones, en el reservado de algunas librerías, y practicamos un magreo torpe y rápido, como el de dos adolescentes inexpertos. Yo solía meterle mano a sus páginas y ella se dejaba leer tímidamente, sin reírse y sin darse entera. Era un amor verdaderamente imposible, un amor de 1.200 páginas (de soledad). A uno le gusta que la cosa dure, pero no tanto, porque con el tiempo las bromas infinitas pierden su gracia y uno termina queriendo volver a la «limitada» seriedad. El amor ha de durar hasta que la lectura nos separe, pero no más allá. Confieso que, pese a todo, me hubiese gustado traerme el libro de Foster Wallace a casa y acomodarlo en el estante de las vindicaciones, en su plácido vacío de esfinge sometida a intermitentes filias y a recurrentes fobias, pero no a su desciframiento. El amante esconde una perversión de coleccionista, al estilo de la novela de John Fowles, y a menudo le gusta conservar en el mismo mausoleo los amores muertos y los imposibles, haciendo que memoria y promesa sean la misma postergación. La única dignidad que le queda entonces es la de no someter sus cadáveres a la usura, porque no se debe especular con los amores imposibles, hay que conservarlos en su simplificación sádica (de nuevo Szentkuthy), como las máscaras de Bomarzo. A ellas quisiera volver ahora, a esa monumentalidad solitaria y absurda, sabiendo que su fealdad es arte porque es producto de la soledad y la desesperación, pero también del dinero y el poder, al contrario que mi biblioteca. No hay nada igual a Bomarzo. Bueno, tal vez Disneylandia…

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