Sonata antes del otoño

Imagen de Sonata de Otoño, de Ingmar Bergman (1978)

«La perfección es terrible, no puede tener hijos» dice Sylvia Plath… pero los tiene, y estos responden parafraseando a la misma autora: “El no ser perfectos, nos hiere”. He pensado en esto mientras sufría con la Sonata de Otoño de Bergman, ese devastador tour de force madre/hija. Entro en ese dolor con curiosidad y salgo de él enfermo. Nada presagiaba ese contagio en esta tarde serena y vacía. Dentro de casa la soledad es completa; el sol queda velado por las cortinas y los ruidos del domingo respetan los silencios metafísicos del cine de Bergman, esa pausa cruel donde uno sólo puede sentir el dolor como un corazón extraño. Pienso en ese corazón duplicado y hostil latiendo lejos del pecho, en alguna parte de mi cuerpo, y siento mi imperfección herida, como Liv Ullmann mientras escucha a su madre (Ingrid Bergman) ejecutando al piano el preludio nº2 de Chopin. Es el gran momento para la madre, toda la pedagogía de la que es capaz: la corrección amarga de la imperfecta hija, humillada por ese Chopin impecable y frío. Para ponerse a la altura de la madre, la hija sólo dispone del odio, un odio infinito y antiguo, desgranado en una inacabable noche. Lo había comprobado antes, pero ahora, viendo esta Sonata en una apacible tarde de domingo, esa certeza se me aparece como una revelación: Los sentimientos sólo son perfectos de ese modo: afilados, brutales, crueles. No hay más que belleza en ese odio perfecto de la hija hacia la madre, en esa culpa perfecta también en cuanto definitiva e irredimible. La culpa es la obra maestra del amor, su verdadera epifanía. Un silencio grande y bergmaniano asiente conmigo cuando salgo de casa con ese corazón extraño y hostil latiendo en mi mano. Quisiera arrojarlo al río, pero no quiero romper la serenidad de su reflejo ni asomarme a su espejo, temo que vuelva contra mí su perfección herida

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