Una novela decente


Mientras leo Nada que temer, de Julian Barnes, se me va dibujando una sonrisa. Observo con simpatía las elucubraciones del agnóstico Barnes sobre la muerte y no siento vértigo alguno. Ni seriedad. Todo aquello de que la muerte viste con golilla (no recuerdo ya quién lo dijo) contradice la serenidad y el humor pausado de un señor que parece tomar el té mientras diserta con la Parca. Tal vez todo esto resulte algo afectado, pero me gusta saber que no hay superstición que resista una sobremesa de aletargada y jocosa resignación, máxime si ese té se acompaña con bollos de frutas, tostadas calientes con mantequilla y tres clases de mermelada… Con toda esa sobrealimentación resulta imposible conservar un imperio. Por algo decía Cioran que la gastronomía es un refinamiento decadente y alejandrino, propio de una civilización que ha descubierto la lucidez y el reposo… y por tanto la muerte. Pero por muy decadente que sea, un escritor no suele llevar sus meditaciones más graves a la mesa (¿o sí? Ahí están las páginas dedicadas a la comida anual en un restaurante húngaro del Soho), más bien las reserva para el pupitre, donde desgrana una jesuítica y solitaria confesión en la que no faltan las inevitables dosis de intertextualidad, porque de la muerte si que podemos decir con absoluto rigor aquello de que todo lo sabemos entre todos, precisamente porque no sabemos nada. Hay una inquietud que manifiesta Barnes al escribir su libro y que, también en esto, confirma la deformación profesional del escritor: se trata de saber si a fin de cuentas la vida, siendo como es un relato, contiene al menos las satisfacciones propias de una novela decente. No esta mal, aunque habría que saber qué considera Barnes como una novela decente, calificativo este que, aplicado a la vida, no necesita mayor explicación: se asume con el cinismo natural con el que se pregona cualquier virtud. En realidad no creo que haya forma de saber qué cosa es una novela decente. La literatura no necesita mayor elucidación, lo que necesita es sobretodo compromiso. Puede que la escritura sea uno de esos placeres dilatados y decadentes de los que hablaba Cioran, pero de algún modo la tarea de escribir aún conserva algo de esa vitalidad ancestral que precipita el Caos. Hay en la escritura tanta determinación como inconsciencia, la misma que formula preguntas para las que no hay respuesta, como es el caso. Escribir un libro sobre la muerte supone abordar un problema infinito y la mejor forma de hacerlo es sin la desesperación del que aguarda una respuesta; más bien se trata de ganar tiempo y de engañar a la muerte robándole páginas que son minutos, horas, días… años. Al escribir su ars moriendi, un escritor tiene el difícil reto de convertirse en Sherezade y ganarse una noche más entre las mil y una, y todo eso sin estropear la solidez del relato ante el final anunciado. Tal vez estas y no otras sean las expectativas vitales, las satisfacciones de una novela decente…

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