El balance del vacío

Detalle de Un rincón de mesa (1872), de Henri Fantin-Latour

Tal vez sea cierto eso que una vez me contaron de que somos animales adictos al speculum. En todo vemos siempre nuestro propio relato, cuyo hilo nos esforzamos en seguir incluso cuando copiamos un modelo. Nos interesa la vida de los demás en la medida en que es una proyección de la nuestra, en la medida en que el Otro es un ser acabado que nos define y anticipa y de ese modo nos da sentido. Así el Rimbaud de Edmund White, cuyas primeras páginas leía esta mañana. El modelo de ruptura que supone Rimbaud define y anticipa al joven White, un rebelde homosexual que desea abandonar a su familia y realizar ese ideal de camaradería masculina que se remonta al simposio platónico; un ideal que, de la mano del joven Rimbaud, aspira a una más alta servidumbre: la del lenguaje. Así, frente al concepto estético del amor dorio, en el que la sabiduría del viejo acoge y educa a la belleza del joven, aparece un amor puro carente de afecto. De ese modo retrata Pierre Michon al joven Rimbaud, demasiado joven e impaciente, demasiado rebelde para que su belleza sea educada por la sabiduría. Que se lo digan sino al triste Verlaine, víctima de ese “rechazo de un maestro visible” -escribe Michon-,  de esa rebeldía juvenil que  “es algo muy antiguo, como la antigua serpiente en el antiguo manzano, como la lengua que hablamos. Está la lengua que dice “yo”, cuando esa lengua se remonta por encima de todas las criaturas visibles y no se digna dirigirse sino a Dios”… Todo esto parece confirmar el estado de las cosas que plantea Slavoj Žižek, menos histriónico aquí que en su digresión escatológica. Si todo lo que hay en el universo es un equilibrado, silencioso e indiferente vacío, como propone Žižek, no es de extrañar que el amor sea precisamente una alteración de ese equilibrio. El amor, pues, distorsiona el balance del vacío, y de esa violencia no escapa siquiera el Eros espiritualizado con el que Sócrates replicaba a Agatón.

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