Tiempo largo

Carl Spitzweg "El poeta pobre"

Una leve dolencia otoñal me ha llevado a vivir un par de días en arresto domiciliario. Confieso que la enfermedad es la única postergación que vivo con alivio. Mientras, convaleciente, regreso a la vida, el tiempo deja de pedirme cuentas por los trabajos y los días perdidos y se vuelve complaciente, adulador incluso. En la enfermedad, el tiempo es una madre.
Como contrapartida a esa dulzura mórbida, esta fuga lenta del tiempo que se escapa por el sumidero de las horas inútiles. En la cama subrayo estas palabras de Faulkner: “Te lo entrego (el reloj) no para que recuerdes el tiempo, sino para que de vez en cuando lo olvides durante un instante y no agotes tus fuerzas intentando someterlo”. Eso pretendo hacer a través de la lectura, olvidar el tiempo. Para eso leo, aunque el Faulkner de El ruido y la furia no es lo más adecuado para un convaleciente. En este momento necesito una recompensa inmediata, algo que no premie el mérito, sino que satisfaga la simple necesidad. Es cierto eso de que la enfermedad nos infantiliza, y hasta en los ejercicios intelectuales uno quiere ser ese niño pasivo al que todos premian por su condición tierna y desvalida. Me culpo a mí mismo por abandonar a Faulkner tan pronto, aunque a tiempo de percibir su música coral. No en vano al pasar las páginas pensaba en esa lectura flotante que exige hacer con las palabras lo mismo que con el tiempo: olvidarlas esporádicamente y no agotar las fuerzas tratando de someterlas. Aún así, el trabajo del olvido resulta fatigoso para un enfermo, por eso cierro finalmente el libro y dejo de oír su música. Pero casi de inmediato llega otra, la charanga de Nino Rota anticipando los ojos chispeantes de Giulietta Masina. No sé si el niño del que hablaba antes será capaz de apreciar ese parque de atracciones que es el cine de Fellini, esa oscilación entre lo lúdico y lo perverso que confieren a sus fantasías un carácter onírico en el que se confunden sus deslabazados guiones y mi incipiente fiebre. En cualquier caso, el cine de Fellini le ahorra a uno el trabajo de delirar. Su música, como la de Faulkner, pertenece ya para siempre a esta pereza en la que el tiempo no siente la impaciencia de agotarse.

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