Lectura flotante

Cesare Pavese (1908-1950)

“Diálogos con Leucó” es un libro árido, difícil, a qué negarlo. Lo frecuento en estos días, auxiliado entre otros por Robert Graves, porque no conozco a nadie que tenga todo el Olimpo en la cabeza, y además no es bueno que el lector esté solo… si puede evitarlo. Con Pavese en una mano y Graves en la otra, avanzo por la senda oscura del mito sin prestar demasiada atención, porque hay libros que hay que leer así, distraídamente, para que su misterio nos sea revelado donde no leemos, en esa especie de bajo continuo donde se improvisa el goce de cierta zozobra.
La lectura distraída, como aseguraba Gándara, no cristaliza en la página, sino en la pared de la casa, ese lugar propenso a los trampantojos que ahora se enluce para albergar oráculos y palinodias cuya violencia resulta piadosa, porque hace con el lector lo que hace con los seres atormentados que desfilan por estos Diálogos: despojarlo de incertidumbre. Al tratar con los dioses, incluso desde las páginas de un libro, uno compromete siempre su destino: “Los dioses no te añaden ni te quitan nada” –escribe Pavese– “Solamente, con un toque ligero, te clavan allí donde has llegado. Lo que antes era deseo, elección, se te descubre destino. Eso quiere decir hacerse lobo”.
Hacerse lector, a veces, es como hacerse lobo.

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