Tormenta y calma


La más suave y blanda estación, el otoño —dice Pavesese establece con pavorosos sobresaltos, temporales enormes, tinieblas matutinas, torbellinos y destrozos de hojas que hacen entender cuánta violencia cuesta la madurez… La calma y el espanto están en esta cita, mezclando sus opacas densidades. Recuerdo un comentario al que Ferlosio aludía en su discurso de entrega del Premio Cervantes, versión 2004, y que podría aplicarse con igual fortuna a este estrago otoñal: el argumento se quedó parado y sobrevino la felicidad. Felicidad y calma son epílogos de un desastre y preludios de una decantación. Podemos transitar por su paisaje pisando cadáveres y a la vez sumidos en una encantadora ingenuidad, como la de Sergio Pitol y sus memorias fugadas. Pitol recuerda libros, ciudades y amistades con cierta candidez, como si nada le hubiese dañado jamás, como si el lobo de Hobbes no se hubiese cruzado nunca en su camino. Estamos acostumbrados a las memorias prematuras, escritas con un distanciamiento irónico que resulta amargo y autocomplaciente, y esta nostalgia entusiasta, que recuerda y celebra (que recuerda porque celebra), nos arranca una mueca de desaprobación, como si sólo se pudiera recordar con perfidia.
Me detengo ahora en los recuerdos italianos de Pitol, Venecia y Siena, principalmente, pero también Roma; ciudades visitadas por un joven que viaja con una enciclopedia en la cabeza y un agujero enorme en los bolsillos, cosa que parece causarle un severo malestar, pero que no impide el desarrollo de su vocación. Al igual que el gran charmeur que fue Diágilev, Pitol sabe que la necesidad sólo se hace virtud cuando se dispone de dinero, y en el arte todas las virtudes son corruptas. Hasta Fellini manifestaba abiertamente su deseo de trabajar a las órdenes de un tirano adorable; un Gonzaga, un Malatesta… ese era su anhelo, volverse renacentista a la manera en que uno quisiera volverse niño, porque en estos tiempos los mecenas quizás no sean tan pródigos, pero a cambio puede que se vuelvan más maternales; así, de un Médicis pasamos a la baronesa Pannonica de Koenigwarter, o lo que es lo mismo, de delinear los claustros de la abadía de Fiesole a preparar la cena para sesenta gatos y un músico de jazz. En contra del espíritu romántico, atinadamente rebelde, pero innecesariamente atormentado, este patronazgo regresivo (que no reaccionario), en el que la libertad individual se realiza dentro de una voluntaria sumisión. Hay dos clases de hombres, dice Pierre Michon, los que padecen el destino y los que eligen padecer el destino; en ambos casos, hacer lo correcto es obedecer a la fatalidad: perseverar en esa ocupación en la que intuimos una especie de gracia divina.

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