Escucho con mis ojos a los muertos…

Tumba de Robert Louis Stevenson. Foto: Simone Sassen

Tengo en mis manos una edición de bolsillo de Tumbas de poetas y pensadores, de Cees Nooteboom. La compré para satisfacer uno de esos desórdenes que forman parte de la debilidad de mi carácter, incapaz de distinguir entre una necesidad y un derroche. El producto de esa confusión se amontona a menudo en mi biblioteca y a veces se queda virgen, devolviendo el libro a lo que Borges decía que era: un prisma de seis caras rectangulares hecho de finas láminas de papel, carátula, epígrafe en bastardilla y prefacio en cursiva mayor. Así también las cuidadas ediciones de Aldo Manuzio, el gran impresor veneciano; objetos hermosos, aunque nos hablen de muerte. Mejor observarlos de lejos, ponerlos a salvo de nuestras sucias manos de lector, en la biblioteca, donde adquieren cierta belleza de pincelada gestáltica.
Como no hay cautela que no sea imprudente, tarde o temprano uno se atreve a leer los libros que escribió la Parca (y de paso a justificar sus dispendios). Abre sus páginas, pasea por sus jardines y se tropieza con seres que no conoce y de quienes cree saberlo todo. Ahí están los Brodsky, Wilde, Chateaubriand, Eliot, Kafka, Brecht… Me detengo en Borges, cuyo elogio alcanza la apoteosis del mismísimo Julio César en el repertorio ovidiano. Una estrella para Borges, pide Nooteboom bajo el cielo gallego, la certeza de algo cósmico. En ese reflejo imagino una especie de Walk of Fame donde estarían todos los damnificados del Nobel y aquellos que, como Ovidio, no creen que la muerte sea la última de las metamorfosis. (Yo, sin embargo, miro al cielo y tiemblo al pensar que el firmamento nos mira con ojos vacíos…).

Foto: Simone Sassen

Cortázar es otro de sus muertos amados, otro que podría tener su estrella en ese improvisado Hollywood Boulevard que es el cielo de Verín visto desde la Fortaleza de Monterrei. Nooteboom lo recuerda en uno de sus últimos viajes, entre París y Marsella, escribiendo un libro a cuatro manos y despidiendo a su esposa, la mitad del autor, que se le adelantó en la muerte. Deja uno de vivir (y de escribir) acompañado y se ve caminando por la vida sin muletas, acariciando con diminutivos el muñón de la melancolía. A este Cortázar último y éxposito le falta el par, le falta la rima, una rima que va buscando en apodos y nostalgias que lo devuelven a la Edad de Oro, como si ya supiera que, en el fondo, la literatura es la continuación de la infancia por otros medios (o por otros miedos)…
Cortázar, Borges, y también Hölderlin, Bernhard, Yeats… El inventario de los muertos es largo y la vida breve, más aún si la lectura se vuelve cómplice. Entre los muertos, el yo es un pronombre acosado, susceptible de entrar en la noche, como los románticos, entregándose desaforadamente a sus night thoughts, a la literatura sentimental y meditativa de una cosmología difunta. Decía Canetti que los libros representan una doble aventura, la del descubrimiento y la de la lectura que acontece años después, cuando el lector cede a ese impulso remoto como si fuera un delirio nocturno. No sabía Canetti de qué modo esa aventura nocturna aproxima la posesión ulterior a la verdadera muerte…

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