Marcar el paso

L'Inhumaine, film de Marcel L'Herbier (1924)

Un hombre de genio no sabe estar en su tiempo, se adelanta o se atrasa, como un reloj desajustado, presa de la innovación o el anacronismo. En un desfile pierde siempre el paso, quedando en evidencia ante la búsqueda de su propio rigor, cuya naturaleza nos resulta esquiva. Pienso, como no, en Jules Renard, un escritor en el que se aúnan, entre otras cosas, los más altos logros del humor surrealista (“Mi alma es un orinal viejo en el que duerme un ojo”) con las más elementales verdades del moralista; Blaise Pascal y Gómez de la Serna, todo en uno. Sorprende que a un hombre como Renard, dedicado a buscar la verdad debajo de las piedras, le tentara (y mucho) el desfile de las Academias, su paso marcado. Y sorprende aún más que esa aspiración no se viera comprometida por una especie de ceguera selectiva que le llevó a despreciar, por ejemplo, el teatro, la pintura o la música de su tiempo. No se lo reprocho. En el patio de butacas uno tiene la sensación de encontrarse a menudo en un medio extraño, sufriendo con un placer que se le impone o que, simplemente, no le es dado descifrar. Renard se acerca a la música como a un animal salvaje, con miedo de sí mismo y de la beata admiración de los demás. Tal vez pretendía que su miedo fuera universal, pero es sólo el secreto que le confiesa a su orinal viejo. Aún así se declara conmovido por la voz de Georgette Leblanc, mujer prolífica, amante de Maeterlinck, escritora de biografías y libros infantiles, actriz de cine y cantante, a la que Renard debió escuchar interpretando piezas de Schubert, o más probablemente aún, de Massenet; tampoco importa, porque lo relevante de su presencia es hacer que la música resulte invisible y el miedo libre, como la ignorancia, montados ambos en la zozobra de una barquita que cabalga sobre olas enormes. El teatro, por su parte, ofende el pudor de la pequeña y discreta vida de Renard con la impostura de los grandes dramas, y aquí no parece haber una Georgette Leblanc que prolongue en un gesto concluyente el rastro invisible de la música. La gran Sarah Bernhardt no vale, es un dios engreído cuyos aspavientos reproducen la estridencia de una orquesta mal afinada… Antes de zozobrar de nuevo en su butaca, Renard confiesa, con cierta indulgencia, que sólo está dispuesto a tolerar el ballet y los dramas de Wagner; los prefiero -dice- porque expresan la vida de otro mundo… Está visto que el miedo que ilustra a Renard no es en absoluto sobrenatural, proviene de aquello que no comprende y que, en el peor de los casos, sólo puede avergonzarle. Tal vez su escritura precisa nazca en parte de esa limitación y de ese desajuste, así que no debemos lamentar en ella la falta de música o el exceso de sinceridad. Al fin y al cabo el único que se significa en la fila es aquel que no sabe marcar debidamente el paso…

L'inhumaine
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