Artes oscuras
El cine es una de las artes oscuras; no es la
vida, sino su sombra, no es el movimiento sino su espectro silencioso,
decía Maximo Gorki ante la visión de una primitiva película muda… Puede que en esa
carencia, en la del silencio, se hiciese aún más patente ese inquietante mundo de
imágenes que anticipan nuestros deseos y los nutren de espectros, que imitan la
vida en la pretensión de conservarla en el tiempo y la transforman, como toda
creación frankensteiniana, en un simulacro. Incluso Edison, adalid tecnológico
del cine primitivo, albergaba ese sueño, el de la muerte exhibida en la
pantalla como un logro industrial y a la vez como una sublimación del ideal de
representación naturalista.
Ese baile de espectros que es el cine, en el que
hasta los seres amados regresan para atormentarnos, como en los cuentos de Poe
o en las novelas de Bioy Casares, convertidos en sombras de lo que fueron, en
seres atrapados en un bucle temporal, es también el campo de batalla de una
guerra primitiva: luz contra oscuridad, como una lucha de ángeles o de dioses.
La imagen cinematográfica es la transparencia invisible del mal, un sutil
oxímoron en el que Theodore Roszak
encontró la materia narrativa de su torrencial novela Flicker (Parpadeo,
en español), uno de esos intentos afortunados de dar forma a la Gran Novela
Americana. Parpadeo es la historia de una obsesión y es a la vez una
técnica cinematográfica, una impresión retiniana que llena nuestras mentes de
terror y nihilismo de forma subliminal, siguiendo las estrategias de una
conspiración que va desde los cátaros hasta el cine de serie B; una herejía
transmitida sin mensaje a través de los tiempos, como una colección de imágenes
insanas que recordamos sin haberlas visto y que preparan al espectador para el
Apocalipsis final, para el fin de los tiempos; una secuencia que ya hemos visto
tantas veces representada, y de formas tan variadas, que se diría que,
efectivamente, es una perversión que alguien ha inoculado sutilmente en
nuestras mentes, convirtiéndola en una especie de maníaca idée fixe.
Las luces y las sombras de Parpadeo nos
conectan con el terror, pero la esencia del terror, incluso en el cine, son los
gritos. El oído es el primer radar del miedo, cuando escucha cómo un alma se
resquebraja. El oído, decía Pascal Quignard, es anterior a la voz. Nuestros
primeros meses de vida, una época muda, son en realidad una época llena de
sonidos balbuceantes. El (grito de) terror nos conecta directamente con esa
época en la que no hay imágenes porque no hay recuerdos. Está todo fuera de campo,
como en el aterrador giallo de Berberian Sound Studio, sugerente
película de Peter Strickland en la
que el miedo es un efecto de sonido. No hay nada explícito, ni una sola imagen del
horror nos muestra esta película, y sin embargo el corazón se encoge ante los contorsionados
rostros de las actrices que afinan sus gritos en la cabina de sonido, ante el
efecto sonoro de las sandías machacadas bajo un micrófono para simular el
cuerpo descuartizado de una bruja, ante la vibrante música electrónica que convierte
las voces de las actrices en susurros de ultratumba…, y todo ello potenciado por
esa clase de horror kafkiano que procede de una burocracia abstrusa y por los
malentendidos culturales que surgen entre anglosajones y latinos, dos idiomas,
dos idiosincrasias incapaces de entenderse en un contexto de sonidos
primitivos, de voces «humanas» que –Quignard otra vez– son en sí mismas sonatas
que se abren con gritos y evolucionan hacia las afonías terribles del
desasosiego.